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El desprestigio de la autoridad

Entre los muchos desprestigios que anidan en la actual sociedad descreída, como sólo puede serlo la sociedad democrática -la que pervive en el estado de excepción permanente que es una dictadura "cree", por lo menos, en las libertades de las que se ve privada-, el de la autoridad es el más obviado por los analistas de la res publica. A éstos les cuesta sacudirse la rémora de una supuesta mutua repelencia entre democracia y autoridad -una suerte de antinomia-, cuando lo cierto es que ninguna democracia concreta puede sostenerse sin autoridad, y que la autoridad como ejercicio de algún poder, mando o magistratura sólo alcanza su legitimidad en la sociedad democrática.

Por fin, se empieza a apuntar a la autoridad como cuestión que debatir, de manera desviada aún, pero lo que importa es ponerla en el punto de mira de la reflexión, ya se irá corrigiendo el tiro hasta dar en la diana del problema, que no es otro que la quiebra de la autoridad en su expresión moral. No estamos todavía ante un debate ordenado sobre lo que está ocurriendo en torno a la autoridad en nuestras ciudades -y por supuesto en Barcelona-, contenedores, todas ellas, de los problemas (en descomposición) de la sociedad, como señalaba con frecuencia con una metáfora afortunada el ex alcalde de Barcelona Pasqual Maragall, sino ante un fuego a discreción dirigido a causas y a efectos, a actores y a víctimas, a problemas y a soluciones. Y en la confusión de todo ello, la crítica a la autoridad o (paradoja inverosímil) el elogio a las carencias en el ejercicio de la autoridad.

Barcelona, sempiterna ciudad de los prodigios, propagó por boca de sus instituciones y de sus élites orgánicas el prodigio de haber aunado turismo, cultura, diseño urbano, calidad de vida residencial, convivencia ciudadana, acogida generosa de la inmigración, abundantes posibilidades de goce del espacio público: paseo, encuentro de culturas, espectáculo... Este verano la realidad ha desbordado todos los diques de la autoalabanza y la complacencia, mostrando con crudeza el pinchazo del último prodigio: turismo de medio pelo atraído por la voceada "moda Barcelona", que poco o nada aporta a la ciudad y más que gastar en ella la gasta a ella; rincones de calles y plazas usados como mingitorio; ruidos insoportables de motos trucadas, fiestas y radios chungueras; vandalismo galopante en sus múltiples manifestaciones; inmigración masiva y, en su mayoría, ociosa por falta de trabajo para todos, que ha tercermundizado para empezar al Raval, expulsando a autóctonos y recreando la ficción de una multiculturalidad inexistente; suciedad contagiada que gangrena barrios hasta ahora incólumes...

Se ha dicho que también pasa todo eso en Amsterdam, Francfort, Milán, Londres y París. Incorrectas comparaciones que no tienen en cuenta contextos y culturas urbanas distintas ni, principalmente, que en las ciudades aludidas no ha fallado el sentido de la autoridad moral o consenso en el respeto de normas de conducta cívica, que no otra cosa es el civismo, fundamento de la convivencia ciudadana. Subsiste en aquellas ciudades en la inmensa mayoría de la población la convicción de que, simplemente, "no hay que hacer determinadas cosas", por ejemplo, orinar en la calle, destrozar el mobiliario urbano, ensordecer al vecindario o echar trastos y basura en cualquier parte, y la seguridad de que, si se hicieran, los autores serían sancionados. El desbordamiento de una ciudad por saturación es una vertiente del problema -¿cuánto turismo e inmigración se puede acoger?, ¿dónde hay que situar el límite del uso festivo del espacio público?- que requiere soluciones específicas. La otra vertiente es la del vacío de autoridad moral y funcional, que no se da en todas las ciudades saturadas.

Nuestro progresismo intelectual probablemente sea el más indulgente de Europa con las conductas incívicas, exculpándolas por intrascendentes ante la aplastante desigualdad social -los insultantes grafitos a la inteligencia y a la estética serían manifestaciones de cultura urbana-, y sea también el más puntilloso frente a la autoridad, presta siempre a calificar a ésta de autoritaria ante el más nimio incidente en el ejercicio de sus funciones. Le seduce contraponer tolerancia y represión: donde no hay tolerancia cero -ese caprichoEntre los muchos desprestigios que anidan en la actual sociedad descreída, como sólo puede serlo la sociedad democrática -la que pervive en el estado de excepción permanente que es una dictadura "cree", por lo menos, en las libertades de las que se ve privada-, el de la autoridad es el más obviado por los analistas de la res publica. A éstos les cuesta sacudirse la rémora de una supuesta mutua repelencia entre democracia y autoridad -una suerte de antinomia-, cuando lo cierto es que ninguna democracia concreta puede sostenerse sin autoridad, y que la autoridad como ejercicio de algún poder, mando o magistratura sólo alcanza su legitimidad en la sociedad democrática.

Por fin, se empieza a apuntar a la autoridad como cuestión que debatir, de manera desviada aún, pero lo que importa es ponerla en el punto de mira de la reflexión, ya se irá corrigiendo el tiro hasta dar en la diana del problema, que no es otro que la quiebra de la autoridad en su expresión moral. No estamos todavía ante un debate ordenado sobre lo que está ocurriendo en torno a la autoridad en nuestras ciudades -y por supuesto en Barcelona-, contenedores, todas ellas, de los problemas (en descomposición) de la sociedad, como señalaba con frecuencia con una metáfora afortunada el ex alcalde de Barcelona Pasqual Maragall, sino ante un fuego a discreción dirigido a causas y a efectos, a actores y a víctimas, a problemas y a soluciones. Y en la confusión de todo ello, la crítica a la autoridad o (paradoja inverosímil) el elogio a las carencias en el ejercicio de la autoridad.

Barcelona, sempiterna ciudad de los prodigios, propagó por boca de sus instituciones y de sus élites orgánicas el prodigio de haber aunado turismo, cultura, diseño urbano, calidad de vida residencial, convivencia ciudadana, acogida generosa de la inmigración, abundantes posibilidades de goce del espacio público: paseo, encuentro de culturas, espectáculo... Este verano la realidad ha desbordado todos los diques de la autoalabanza y la complacencia, mostrando con crudeza el pinchazo del último prodigio: turismo de medio pelo atraído por la voceada "moda Barcelona", que poco o nada aporta a la ciudad y más que gastar en ella la gasta a ella; rincones de calles y plazas usados como mingitorio; ruidos insoportables de motos trucadas, fiestas y radios chungueras; vandalismo galopante en sus múltiples manifestaciones; inmigración masiva y, en su mayoría, ociosa por falta de trabajo para todos, que ha tercermundizado para empezar al Raval, expulsando a autóctonos y recreando la ficción de una multiculturalidad inexistente; suciedad contagiada que gangrena barrios hasta ahora incólumes...

Se ha dicho que también pasa todo eso en Amsterdam, Francfort, Milán, Londres y París. Incorrectas comparaciones que no tienen en cuenta contextos y culturas urbanas distintas ni, principalmente, que en las ciudades aludidas no ha fallado el sentido de la autoridad moral o consenso en el respeto de normas de conducta cívica, que no otra cosa es el civismo, fundamento de la convivencia ciudadana. Subsiste en aquellas ciudades en la inmensa mayoría de la población la convicción de que, simplemente, "no hay que hacer determinadas cosas", por ejemplo, orinar en la calle, destrozar el mobiliario urbano, ensordecer al vecindario o echar trastos y basura en cualquier parte, y la seguridad de que, si se hicieran, los autores serían sancionados. El desbordamiento de una ciudad por saturación es una vertiente del problema -¿cuánto turismo e inmigración se puede acoger?, ¿dónde hay que situar el límite del uso festivo del espacio público?- que requiere soluciones específicas. La otra vertiente es la del vacío de autoridad moral y funcional, que no se da en todas las ciudades saturadas.

Nuestro progresismo intelectual probablemente sea el más indulgente de Europa con las conductas incívicas, exculpándolas por intrascendentes ante la aplastante desigualdad social -los insultantes grafitos a la inteligencia y a la estética serían manifestaciones de cultura urbana-, y sea también el más puntilloso frente a la autoridad, presta siempre a calificar a ésta de autoritaria ante el más nimio incidente en el ejercicio de sus funciones. Le seduce contraponer tolerancia y represión: donde no hay tolerancia cero -ese caprichode la derecha- habrá represión; como si fuera concebible una tolerancia por encima del cero. Si acaso, la tolerancia debería recogerla la norma graduando la tipificación del delito o de la falta, nunca pretenderla en la aplicación de la norma para no dar motivo a una arbitrariedad de la autoridad. Sin olvidar que en la sociedad democrática y abierta el control de la autoridad está garantizado por el equilibrio de poderes y por la vigilancia social.

La autoridad moral precede y sustenta a la autoridad funcional y en la mayoría de los casos, afortunadamente, la conciencia de aquélla hace innecesario el ejercicio de ésta. Es fortaleciendo la autoridad moral o reconstruyéndola donde se haya quebrado que se asegura la convivencia ciudadana. Pero ahí radica el mayor problema: sin patrones morales y desprestigiada la autoridad, fortalecimiento y reconstrucción topan con serias dificultades.

Jordi Garcia-Petit es académico numerario de la Real Academia de Doctores.

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