Falta autoridad
Se ha puesto de moda hablar de la falta de autoridad en nuestra sociedad, desde el sonsonete de Pujol sobre unos ciudadanos muy acostumbrados a hablar de derechos y que olvidan con mucha facilidad sus deberes, hasta los que centran buena parte de los problemas de convivencia social de nuestras ciudades o las preocupantes tasas de fracaso educativo en la pérdida de referentes de autoridad tanto en la escuela como en la familia. En tales afirmaciones parece latir un notable malestar ante un nuevo conjunto de actitudes personales y colectivas que se consideran irresponsables, excesivamente individualistas, poco sensibles a las exigencias del vivir en colectividad, y con poca capacidad de sacrificio y obediencia. Es notable también el consenso entre algunos de los comentaristas en torno a la idea de que buena parte de las causas de tales males debería buscarse en la proclamada hegemonía del progresismo sesentayochesco. Un progresismo, se afirma, que, condenando toda jerarquía y autoridad y enfatizando los elementos hedonistas y de rebelión contra lo establecido, ha acabado conduciéndonos a esta juventud acomodaticia, sin temple, poco capaz de aguantar sacrificios, responsabilidades, límites o esperas a su inmediatez en la búsqueda de resultados.
Podríamos empezar diciendo que el tema no tiene nada de nuevo. Si echo mano de mis recuerdos, mucho antes de 1968 ya era acusado por abuelos maternos y paternos de endeblez congénita y de flojera inconsistente y no paraba de oír el ya clásico "gent jove, pa tou", mientras me recordaban que a los mayores se les debía respeto y obediencia. Y probablemente esas mismas palabras, con las alteraciones lingüísticas y de estilo que el tiempo produce, se dijeron antes y las sigo yo diciendo ahora de cuando en cuando a mis propias hijas. Si buscamos referentes más filosóficos, el debate entre los límites de la conducta humana y la afirmación de la libre voluntad individual tiene miles de páginas dedicadas a las tensiones e intermediaciones entre ambos polos. Por otra parte, hay nuevos elementos de cambio social que no creo que debamos dejar fuera del foco, sino todo lo contrario. Mucha gente, buena parte de nuestros jóvenes y adultos, ya no vive en estructuras sociales, laborales y familiares tan estables como antaño. La sensación de equilibrio que generaba una notable continuidad y permanencia de los vínculos de trabajo, emocionales o relacionales, ha quedado sustituida por la sensación de provisionalidad de unas relaciones cada vez más precarias e inestables. No sé si las reflexiones de Bauman, Beck o Sennett son achacables a un pasado de activismo en 1968 que de hecho desconozco, pero lo cierto es que parecen apuntar a que más vale afrontar lo que nos está cayendo encima con nuevos mimbres por mucho que la añoranza nos pudiera conducir por otros derroteros.
No creo que la responsabilidad y el sentido de reciprocidad y de solidaridad puedan considerarse componentes genéticas. Se forjan en experiencias y problemas compartidos, en esfuerzos y aventuras comunes, en la sensación de que es mejor juntos que solos. El arraigo, la continuidad, la conciencia de las interdependencias y de la significación de tu propio esfuerzo en un entorno percibido como común generan sentido de responsabilidad compartida. Y es en ese tipo de espacios en los que el ejercicio de autoridad puede lograr ser visto más como un componente necesario que ordena y facilita la labor colectiva que como una simple emanación de una jerarquía que emite órdenes desde fuera.
No creo por tanto que pueda afirmarse sin más que tenemos un problema de falta de autoridad en el sentido clásico del término. Más bien creo que lo que nos ocurre es que no somos capaces de enganchar a la gente en algo percibido y sentido como ilusionante, como transformador, individual y colectivo. Decía hace ya mucho tiempo uno de los gurús del management, Peter Drucker, que las tres organizaciones más difíciles de gestionar eran las universidades, los hospitales y las orquestas sinfónicas. Y la razón que esgrimía el analista era que en esas estructuras de trabajo colectivo, al estar formadas básicamente por especialistas, por profesionales de gran valía en su campo de trabajo, los directores, los responsables máximos de la entidad, no podían acudir al instrumento de gestión más simple: el ordeno y mando. En esas estructuras colectivas, la función de autoridad precisaba contar con los auténticos protagonistas del quehacer diario, implicarles en el destino colectivo de la organización, tratarles como iguales que comparten elementos comunes sin los cuales la aventura conjunta (educar, sanar, ofrecer un concierto) acabaría siendo imposible. Pienso que lo que está ocurriendo es que cada vez más nuestras sociedades están más compuestas por "profesionales", por personas más conscientes de su esfera de autonomía individual, por personas que aceptan más difícilmente ejercicios de autoridad cuyos objetivos y razón de ser no compartan.
A pesar de todo, estoy de acuerdo en que no hay nada peor que la difuminación de responsabilidades y generar la impresión de que todo vale, o que no tiene que haber correlación entre más autonomía y más responsabilidad. Por ejemplo, y si hablamos de política, no creo que sea posible ni positivo socialmente seguir reclamando la responsabilidad de los políticos electos a partir de la irresponsabilidad absoluta de los ciudadanos. Tampoco creo que en materia educativa las clases en las escuelas, institutos o facultades deban convertirse en una mezcla vaporosa de roles y funciones, en las que nadie sabe cuál es la función y la responsabilidad de cada quien. Y en la esfera familiar, tampoco me parece razonable, a partir de mi pequeña experiencia de nieto, hijo y padre, que las relaciones familiares sean una especie de esplai en el que todos juguemos a ver quién es más guay. Pero dicho esto, de lo que se trata es de dejarnos de tantos discursos y actuar todos con más consistencia entre declaraciones y conductas. Lo que es cada vez más inaguantable es la contradicción flagrante entre lo que se predica y lo que se hace. Por otro lado, sin atención a las desigualdades, sin claros procesos de reconocimiento de la diversidad, no hay autoridad que no acabe convirtiéndose en pura represión autoritaria. Entiendo que la autoridad y la responsabilidad moral se basan en el respeto a la dignidad del otro, y no pueden reducirse al miedo o al castigo. Y esa debería ser la base de los vínculos entre dignidades y libertades igualmente respetables.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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