Simon Wiesenthal, el infatigable 'cazanazis'
En 1945 unos oficiales norteamericanos que le habían ayudado a salir -apenas podía andar- del recién liberado campo de Mauthausen le recomendaron que se volviera "a su casa" en la remota Buczacz en Galicia (hoy Ucrania) y que intentara rehacer su vida y olvidar la pesadilla de los cuatro años de agónico viaje de un campo de exterminio nazi a otro. Se negó. Toda su familia había sido exterminada, como lo había sido el mundo en el que había nacido allá en 1908 en el centro de la geografía cultural del judaísmo europeo oriental definitivamente convertido en humo.
Simon Wiesenthal, un joven arquitecto que había estudiado en Praga y Lemberg (la ucraniana Lvov), sabía que allá no le "quedaba ni un cementerio para llorar", como recordaría en sus memorias décadas más tarde. Y se quedó muy cerca de Mauthausen, primero en Linz y después en Viena, rodeado de una población que había sido fervorosamente nazi y que intentaba imponer una ley del silencio que garantizara impunidad a los criminales y evitara la mala conciencia a todos.
Nadie en aquellos duros años de las décadas de 1950 y 1960, ya en plena guerra fría y con el telón de acero en el patio trasero, toleraba bien por allí el recuerdo. Él convirtió la memoria en el lema de su vida y su lucha contra la impunidad del crimen nazi en una de las grandes gestas individuales de la segunda mitad del siglo XX.
Ya convertido en una leyenda como cazanazis, después de haber localizado a centenares de verdugos, grandes o medianos, carniceros como el jefe de Treblinka Franz Stangl o asesinos de despacho como Eichmann -después secuestrado por agentes israelíes en Argentina, juzgado y ejecutado en Israel-, Wiesenthal siguió insistiendo siempre en que no se veía como un vengador y se resistió con vehemencia a todo intento de culpabilización colectiva de alemanes o austriacos.
En una vieja casa de lo que fue el antiguo barrio judío vienés, frente al canal del Danubio y a un tiro de piedra del solar donde se alzó hasta 1945 el cuartel general de la Gestapo que dirigió el terrible Alois Kaltenbrunner, Wiesenthal recibía en un pequeño despacho repleto de ordenadores y ficheros que sólo él entendía y encontraba.
En su trabajo era inmensamente meticuloso, consciente del revés que suponía cada inexactitud o error porque sabía que tenía enfrente a toda una batería de medios de comunicación dispuestos a difamarle, a grupos revisionistas decididos a descalificarle y destruir su credibilidad y a una sociedad siempre tendente a verle no como un defensor de la dignidad humana sino como un agitador rencoroso y un ser vengativo insaciable.
Detestaba tanto a quienes intentaban ocultar crímenes y culpas como a quienes desde el fanatismo o la superioridad moral de la ignorancia vertían culpas colectivas o hacían acusaciones graves sin pruebas.
Volvió a demostrar su independencia cuando defendió al ex secretario general de la ONU y candidato presidencial austriaco Kurt Waldheim de las acusaciones de ser un criminal de guerra. Wiesenthal rechazó las acusaciones vertidas por el Congreso Mundial Judío y dijo que había que distinguir entre un oportunista ambicioso más o menos inmoral y despreciable y un criminal de guerra. Los enemigos de los matices no le perdonaron aquella intervención.
Si ya en Mauthausen había decidido apuntar y memorizar nombres de verdugos, víctimas y circunstancias, en estos 60 años y a través del centro que lleva su nombre y tiene hoy sedes en todo el mundo, Wiesenthal logró recopilar y ordenar millones de datos en su permanente combate contra el olvido. Nadie como él logró movilizar conciencias, voluntades y recursos para esta ingente tarea y nunca dudó en entrar en polémica, decidido como siempre estaba a que todas las infames campañas de desprestigio y difamación de las que fue objeto tuvieran respuesta.
Fue muy doloroso para él su célebre enfrentamiento con el gran socialdemócrata Bruno Kreisky, de origen judío también, pero por aritmética política muy interesado durante años en acallar a quienes denunciaban sus vergonzantes alianzas con antiguos nazis acomodados en el Partido Liberal (FPÖ). Los insultos a Wiesenthal constituyeron probablemente una de las páginas más tristes de la brillante biografía de aquel otro judío centroeuropeo tantos años canciller austriaco.
Nunca se dejó intimidar por aquel ambiente tan hostil como la Viena de la guerra fría. Nada más salir del campo de Mauthausen, ingresó en la Unidad de Crímenes de Guerra creada por las fuerzas de ocupación norteamericanas.
Pero el enfrentamiento entre los antiguos aliados antinazis -Moscú y Washington- hizo que pronto americanos y soviéticos se dedicaran más al pulso entre ellos en la Europa dividida que a la persecución de criminales nazis. Fue entonces cuando se independizó Wiesenthal y comenzó la empresa personal titánica que lo convirtió en leyenda y en una de las grandes personalidades de la segunda mitad del trágico siglo XX.
Wiesenthal ha muerto el martes en Viena y será enterrado en Israel. Se va a reposar con los suyos porque en Europa se quedó ya entonces sin camposanto. Ha sobrevivido a casi todos los verdugos que llenaban sus archivos y de los que hablaba, inclinado sobre sus ficheros, con una familiaridad cuasi científica. Su labor había concluido. Su vida ha sido un monumento a la dignidad del pueblo judío y de Europa. Nada menos.
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