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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Depresión japonesa

Este verano he pillado una depresión japonesa. Creo que todo empezó con la contemplación de un típico ciclo televisivo de agosto consagrado a un genial director nipón desconocido, Mikio Naruse, y se agravó con la lectura de la novela Tokio Blues, de Haruki Murakami, un best seller que en la playa leía hasta el vendedor de cocos. Una de las películas de Naruse contaba la historia de una viuda joven que vivía un enamoramiento culpable del hombre que atropelló a su marido. Otra trataba de una geisha que se debatía entre el hastío de un burdel y el de un matrimonio de conveniencia. La novela, con una bella y desequilibrada suicida que acaba ahorcándose, no contribuyó en nada a levantarme el ánimo. El mismo día en que la terminé, oí por la radio que un japonés había muerto tras pasarse 50 horas ininterrumpidas jugando a videojuegos. A partir de ese momento, palabras como sushi, sumo, manga o incluso Shin-Chan traían a mi mente aciagos pensamientos.

Naoko es una pianista japonesa que vive en Girona. Habla de su país con ironía y no se deprime ante la realidad musical de la ciudad

Yo siempre he creído en los tratamientos homeopáticos, por muy desprestigiados que estén. Una dosis mínima del mal que te azota puede curarte o inmunizarte. Así que, aquí estoy, esperando mi medicina. Se llama Naoko -igual que la protagonista de la novela de Murakami-, es pianista y, por supuesto, japonesa. Fiel a mi deriva por el lado oscuro de la sociedad japonesa, empezamos hablando de los hikikomori, esos adolescentes que se encierran en sus habitaciones durante meses para mirar la tele, jugar a marcianitos y acumular basura. Después le pregunto por los hoteles cápsula, esas diminutas habitaciones sarcófago en las que pueden ensayar el sueño eterno los trabajadores que pierden el último tren a casa. Cuando inicio un nuevo tema, el de los suicidas, Naoko advierte mi tétrica fijación, pero aun así responde a mis preguntas con ironía reparadora. Me cuenta que los retrasos en trenes y metros a causa de los suicidios son una rutina en Tokio. Al parecer, hay un tren muy apreciado entre los suicidas porque "es muy rápido y se muere antes". Añade que los ahorcamientos disminuyen -a nadie le gusta que le encuentren tieso al cabo de una semana-, mientras que los suicidios colectivos, conectando el tubo de escape al interior del coche, se han vuelto muy populares. La capacidad sarcástica de Naoko empieza a rescatarme de mis tinieblas. Animado por su buena disposición, le pregunto si me puede aclarar algunas dudas -ciertamente estúpidas- que tengo sobre el mundo japonés. Le pregunto si es cierto que los chinos y los japoneses se distinguen porque los primeros son más amarillos y tienen los ojos hacia arriba, mientras que los segundos los tienen hacia abajo. Mientras se ríe y niega con la cabeza, me confiesa que ella misma a veces se confunde, igual que muchos chinos. Naoko intenta distinguirlos por el vestuario y el comportamiento. Los japoneses son menos ruidosos y van más a la moda. Pero ni a unos ni a otros les gusta que les confundan. Naoko me cuenta que cuando el fisioterapeuta le dijo hace unos días que para él era igual un chino que un japonés, le respondió que para ella era igual un catalán que un español. Al parecer, el hombre se ofendió. Le pregunto para qué necesita ella un fisioterapeuta. "Hace dos meses me caí de mi Brompton

[una bicicleta plegable cuyos entusiastas usuarios se parecen a una secta] y me rompí el codo derecho". "¡Vaya mala suerte para una pianista!", le digo en tono pesimista. Nuevamente se ríe y niega con la cabeza: "¡No, no! ¡Ha sido una gran suerte romperme el derecho!". Asombrado ante su capacidad de ver el lado bueno de las cosas, capacidad que empieza a contagiarme, me cuenta que hay muchas composiciones de piano para la mano izquierda, de manera que ha podido practicar con esa mano mientras su hueso derecho se soldaba. Al parecer, Prokófiev y Ravel tenían un amigo -Paul Wittgenstein, hermano del filósofo- que había perdido la mano derecha en la guerra y le escribieron partituras para la otra. En cambio, no conoce ninguna composición para la mano derecha.

De pronto, recuerdo un tópico sobre los músicos japoneses: tienen mucha técnica y poco sentimiento. Espero que lo desmienta, pero Naoko me sorprende de nuevo. Me dice que es cierto, que en Japón se valora la velocidad y se penalizan mucho los errores, "como si tocar el piano fuera un deporte olímpico". Y añade: "En Europa se aprecia la individualidad; en Japón, la adhesión al grupo. Quien destaca por su individualidad es un outsider, casi un agitador". De ahí que Naoko decidiera estudiar música en Alemania. No es que allí le enseñaran el sentimiento -"eso no se aprende", advierte-, sino que considera esencial conocer la cultura europea para interpretar su música. Me cuenta que la música tradicional japonesa sólo tiene cinco notas. "Para mí, suena aburrido", lamenta. Como empiezo a estar más animado, intento hacerme el gracioso golpeando el bolígrafo contra un vaso; le digo que eso deber de sonar como la música japonesa. Ella me contesta que he tocado un mi menor. Creo que me toma el pelo. Tras diversas preguntas para vencer su modestia, me acaba confesando que tiene oído absoluto, una capacidad muy apreciada entre los músicos que le permite distinguir cualquier nota al vuelo. Ahora golpeo una cucharilla contra una taza. Arruga la nariz y me dice que es una mezcla de fa y sol. Le muestro el piano que hay al fondo del bar que nos acoge, L'Arc, en la plaza de la catedral de Girona, y le ruego que toque algo para mí. Noto por su expresión que preferiría un piano de cola, quizás su Steinway and Sons, pero se arranca con una extraordinaria pieza de Schumann que me insufla nuevos bríos. En el bar, casi nadie presta atención y los parroquianos contraatacan con la aburrida música japonesa de sus tazas y cucharillas. Le advierto que cuando ella y su marido -un musicólogo y profesor de inglés británico- se enamoraron de Girona y decidieron establecerse aquí, tal vez confundieron la ciudad con una de esas villas nobles y cultas del norte de Europa en las que la música clásica despierta pasiones, se programan muchos conciertos y se invierte en educación musical. Naoko se ríe cuando le cuento que en la escuela municipal de música sólo hay 40 nuevas plazas cada año para una ciudad de 83.000 habitantes. Y continúa sonriendo cuando le recomiendo que se compre un sitar indio y se pase a la música religiosa, para que la metan en el programa del festival musical con mayor presupuesto de la ciudad. Definitivamente, su risa japonesa ante la adversidad ha curado mi depresión japonesa.

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