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Columna
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Ficciones

Josep Ramoneda

1. Tendría que ser una noticia importante y ha pasado casi inadvertida: Piqué oficializó después de su entrevista con el presidente Maragall que el PP no estará en un eventual consenso sobre el nuevo Estatuto. Es decir, el segundo partido de España, con 15 diputados en el Parlamento catalán (cerca de 400.000 votos) se sitúa al margen del proceso que ha de definir las reglas del juego de la política catalana sin que ni los medios ni los demás dirigentes políticos le den demasiada importancia. Sin embargo, esto significa que el principal partido de la oposición votará en contra del Estatuto en las Cortes y, por lo tanto, que el consenso en torno al nuevo estatuto será claramente inferior al del anterior.

Naturalmente, se puede argumentar que el no del PP no es noticia porque hacía tiempo que los principales dirigentes populares lo venían anunciando. La dirección central del PP ha hecho de la denuncia del proceso estatutario catalán como una estrategia para el desmantelamiento de España, un tema recurrente en la pretensión de desgastar al Gobierno de Zapatero. Y Piqué, a pesar de sus intentos para mantener siempre algún resquicio abierto a la negociación, ha tenido que acabar cediendo a las exigencias del guión de Rajoy. Ha sido, por tanto, el PP el que se ha desmarcado. Y evidentemente a nadie se puede obligar a entrar en un consenso si no quiere. Pero el carácter abierto de una sociedad se mide por la capacidad de incluir que tiene. La política democrática se basa en el conflicto. El consenso como práctica siempre acaba debilitando la democracia. Pero precisamente por esto, es importante que la roturación del terreno de juego y de las condiciones del mismo sean lo más ampliamente compartidas, que nadie se sienta extranjero a ellas. Es la mejor garantía para que el disenso propio de las sociedades abiertas transcurra por cauces civilizados y los efectos de exclusión que todo orden genera sean mínimos.

El PP se ha situado fuera del consenso por decisión propia. Y sus argumentos perderán toda su fuerza si el Estatuto es aprobado por las Cortes y encaja perfectamente en la Constitución. Josep Piqué quedaría en muy incómoda posición si el nuevo Estatuto llegara a puerto y su partido lo impugnara ante el Constitucional. Sin embargo, la espantada de los populares no ha sido evaluada, la corrección política catalana da por supuesto que el PP siempre está en fuera de juego. "Todos menos el PP" es la fórmula mágica del oasis catalán, que el tripartito en un hecho insólito hizo figurar en su programa de gobierno. A pesar de que el nacionalismo catalán no ha dudado en hacer alianzas parlamentarias con el PP cuando las ha necesitado para mantenerse en el poder, siempre se da por supuesto que el PP es un extraño. Desde el nacionalismo se ha dicho que si el PP estaba en el consenso estatutario el Estatut no podía ser bueno para Cataluña.

En realidad, todo tiene que ver con esta tendencia a crear escenarios de ficción en que el nacionalismo vive permanentemente. Como bien recordaba Joan B. Culla, el estatuto "no es una ley catalana, sino española". Es el texto legal que establece el lugar de Cataluña en la democracia española y el sistema de relaciones institucionales correspondientes. Hablar del Estatut como si fuera una Constitución de Cataluña es pura fantasía. Una fantasía que puede que gratifique a algunas fibras sensibles pero que no tiene nada que ver con la realidad. Con lo cual que quede fuera del consenso un partido que ha gobernado y, sin duda, volverá a gobernar España tiene su importancia. A base de jugar a un país de ficción se está descuidando demasiado el país real. Y este juego que podría entenderse en los partidos nacionalistas, que necesitan mantener la ficción para alimentar la llama de la ideología, es incomprensible cuando caen en él algunos dirigentes de otros partidos. Tal es el juego de ficciones que se está movilizando a la sociedad civil, con manifiestos y proclamas tan espontáneos que vienen redactados desde presidencia de la Generalitat. Se confirma, una vez más, que en este país, la sociedad civil es una creación del poder político, a menudo, generosamente subvencionada.

2. Sólo desde esta lógica de un país de ficción, es decir, de la confusión deliberada entre la realidad del país y la idea que de él se tiene, se puede entender el tedioso debate sobre el Estatut al que estamos asistiendo. Un debate en el que, por más apelaciones al patriotismo de los dirigentes políticos que se hagan, no pesan las ideas, sino qué gano yo con esto, que es la preocupación de las distintas partes contratantes.

Metidos en el juego de la ficción, simulando un esbozo de proceso constituyente catalán, se puede proponer cualquier cosa. Aunque sea revestida con debates de otro siglo, como el de los derechos históricos que, igual que los silbidos a Mayte Martín, dan la medida de la incapacidad de algunos para entender que los demos son complejos y que las comunidades son función de los que habitan en ella en cada momento y no sólo de las inercias de los que las habitaron siempre. En democracia, tan ciudadano es el último en llegar como el primero, por más que la ideología nacionalista -aquí como en Madrid, o en cualquier parte- condene al purgatorio a los que no son de la familia.

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La responsabilidad de los políticos en general y de los que gobiernan en particular es proponer a la ciudadanía cosas posibles. En este caso lo posible, tal como ha ido este proceso, es un Estatuto que optimiza el poder de autogobierno, y sobre todo la financiación de Cataluña dentro del marco de la Constitución. Desde este planteamiento se debe levantar el listón tanto como se pueda. Pero más allá de los límites constitucionales todos sabemos que no es posible. Los que quieran ir más lejos tienen un camino: proponer la conversión del Parlamento catalán en parlamento secesionista y apelar a un proceso constituyente. ¿Verdad que no lo harán los dirigentes de CiU que cuando gobernaban juraban por la estabilidad y por el respeto a la Constitución? Entonces, todo lo demás es un brindis al sol.

De modo que en este país de ficción están los que quieren un estatuto imposible para que se estrelle en Madrid (CiU); los que quieren un estatuto posible pero en transición (Esquerra); los que quieren un estatuto posible para una generación (PSC y posiblemente IC), y el que quiere un Estatuto, sea como sea, porque, al haberlo apostado todo a esta carta, se juega el final de su carrera política, que es el presidente Maragall. De este laberinto de intereses tiene que salir un acuerdo. Y después habrá que pelearlo lealmente en las Cortes. Son muchas las tentaciones partidarias que irán apareciendo en el camino. Y los políticos son gentes predispuestas a caer en ellas.

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