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DON DE GENTES
Columna
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Palos de ciego

Elvira Lindo

HAY UN CIEGO en mi building que me tiene gato. Es un ciego guitarrista, que se ríe mientras toca la guitarra en el sofá del lobby. El ciego tiene bastón, pero para entrar en el ascensor prefiere el viejo método de repartir hostias por el aire. Yo ya me he llevado tres y es muy desagradable. Tú sales del ascensor después de haber bajado en silencio con cinco personas con las que procuras no rozarte (aquí el contacto humano está muy mal visto) y, cuando llegas al lobby, se abren las puertas, y el ciego sonriente, que quiere entrar antes de que tú salgas, te da una hostia. Yo pensaba al principio que tal vez me había tocado a mí de chiripa. Qué va. La mano de mi ciego vuela por el aire, como las manos de Sara Baras, y, cuando detecta mi cara, ataca. Todo esto sucede a la vista de todo el mundo, de los porteros del building, de la vecina que saca a pasear al loro, de una giganta que se pasa la vida hablando con los porteros, buscando conversación o lo otro. A la vista de todo el mundo está que el ciego, por lo que sea, lo hace aposta. Yo soy la que recibe las bofetadas. Por contra, a otras mujeres el ciego les mete el bastón entre las piernas. El ciego choca el bastón contra una pierna y otra, buscando Dios sabe qué. A una amiga mía que vino la pobre de España a consolarse del divorcio, el ciego le fue subiendo el bastón hasta la parte interna de los muslos. Mi amiga dice que es lo único que ha tenido entre las piernas en los últimos seis meses, el palo de mi ciego. Yo soy hipercompetitiva porque no hago más que preguntarme por qué a unas el bastón y a mí las hostias. Debe haber una razón poderosa, la cual ignoro. Pero me jode. Me he picado y me gustaría gustarle al ciego. Hay mujeres que tienen pasión por los morenos. Leí que hay europeas en la flor de la vida que, hartas de esperar siquiera el palo de un ciego, hacen turismo sexual en la República Dominicana. No pagan en sentido estricto, sino que invitan a los gastos y el hombre hace como que las seduce. Al final creo que te sale más a cuenta pagar el polvo. Pero la mujer es muy suya. El hombre dominicano dice que el europeo no hace gozar a la mujer, que ellos, sin embargo, son capaces de perpetrar el acto siete veces al día. Encuentro que roza lo pegajoso. Yo (concretamente) no puedo corroborar este dato porque de momento estoy centrada en mi ciego. Hay mujeres que sienten morbo por los morenos, piensan que esconden un secreto más grande que el que esconde el hombre blanco. A mí dame un ciego. Hablo de fantasías, claro, que luego yo soy más tonta... Cuando trabajaba en Tele 5 mandaban los ciegos. Se dice la ONCE, pero todo el mundo decía "los ciegos". Un día hubo problemas con el ascensor y tuvimos que bajar andando. Los ciegos iban en fila, lentos pero seguros. A mí me entró la impaciencia y eché a correr por las escaleras. De pronto se fue la luz, y, con manos de sonámbula, busqué a tientas la pared y seguí bajando, muy despacio, temiendo precipitarme al vacío. Entonces ocurrió algo extraordinario. Los ciegos pasaron a mi lado, adelantándome, a la misma velocidad imperturbable. En Madrid fui una vez a un ciego masajista. El masaje fue a oscuras. Para mí era turbador; para el ciego, natural. Hay mucha literatura sobre las manos mágicas de los ciegos masajistas. Capote tiene incluso un cuento. Yo me sentí ciega el otro día. No a consecuencia de mi adicción patriótica al tempranillo, sino porque se me ocurrió examinarme en la universidad. Ciega y antigua. Ciega en un mundo que ya me suena a chino. Nunca mejor dicho. El noventa por ciento de mis compañeros eran orientales. La primera prueba fue una redacción. La gente de mi generación hacíamos redacciones. La gente de mi generación pensábamos que la redacción, cuanto más larga, mejor. La gente de mi generación pensábamos que si el profesor te ponía un tema que no sabías, daba igual, tú contestabas con el que te sabías, por si colaba. Con esa idea arcaica del mundo me eduqué, así que en mi examen americano rellené hojas y hojas. Los orientales escribieron sólo un pequeño párrafo, limpio y pulcro, en el centro de la hoja. Ellos, modestos; yo, sobrada. Pero luego vino la segunda parte: el test de las bolillas. El test más famoso en Estados Unidos. El test de acceso a la universidad. Una hoja llena de bolillas que yo miraba sin entender, como si de pronto me hubieran puesto ante los mandos de una nave espacial. Los orientales, aplicados siempre, iban dibujando bolillas sin dificultad. A mí, dicha hoja me recordaba esos plásticos de bolillas que revientas cuando no tienes ni puta idea de cómo se pone en marcha un aparato que te han traído a casa. Te sientas en la caja de embalaje, explotas bolillas y recuerdas aquellos tiempos en los que había operarios que montaban los aparatos. Los orientales terminaron el examen y lo entregaron con su disciplina desapasionada. A mí me sudaba el canalillo. Conseguí entender el proceso a la media hora de empezar. El día de los resultados me llamó la directora del departamento. Ella no entendía que una persona con una redacción tan larga fuera luego tan torpe en un examen de bolillas. Le dije: "Es que soy de otra época". Y me aprobó, siempre es exótico tener en una clase a alguien de otra época. Me fui hundida. Menos mal que esa misma tarde, al salir del ascensor, mi ciego me dio una hostia y eso me puso en órbita. Y esta vieja dama pensó: es lo que tiene una buena hostia a tiempo.

Sara Baras, en su camerino.
Sara Baras, en su camerino.PABLO JULIÁ

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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