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Columna
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Juego sucio

La primera obligación de un partido que gana las elecciones es formar Gobierno. Es una obligación de cuyo cumplimiento depende que se inicie la legislatura, ya que en nuestro sistema parlamentario el Congreso de los Diputados sólo existe política y jurídicamente si es capaz de investir al candidato propuesto por el jefe del Estado como presidente del Gobierno. Sin la investidura del presidente tras la celebración de las elecciones generales y la subsiguiente formación del Gobierno la legislatura no puede empezar. Si el Congreso de los Diputados no es capaz de investir a ningún candidato en el plazo de dos meses, se produce la disolución automática de la Cámara y la convocatoria de nuevas elecciones.

Ahora bien, un Gobierno tiene que constituirse con base en los resultados electorales. La decisión sobre el Gobierno posible la han tomado los ciudadanos a la hora de ejercer el derecho de sufragio. No son los dirigentes de los partidos los que deciden la formación del Gobierno, sino que los dirigentes se limitan a concretar la fórmula que los ciudadanos hayan decidido.

Esa decisión de los ciudadanos es inapelable y, por ello, la concreción de la fórmula que se hace en el acto de investidura debería ser inobjetable. Incluso cuando dicha concreción está en contradicción con lo que el candidato a presidente del Gobierno y su partido han sostenido en la campaña electoral. José María Aznar y el PP estuvieron durante toda la legislatura del 93 al 96 anatematizando el acuerdo de investidura entre el PSOE y CiU y no hicieron en la campaña electoral ninguna propuesta de posible acuerdo con los partidos nacionalistas para la formación de Gobierno. Y, sin embargo, cuando los resultados de las elecciones generales de 1996 exigieron dicho acuerdo, nadie criticó que se alcanzara, sino todo lo contrario.

Eso es lo que supone aceptar un resultado electoral. No sólo formalmente, sino también materialmente. Cuando el cuerpo electoral ha decidido que un Gobierno únicamente se puede constituir contando con partidos nacionalistas, no es legítimo objetar que la constitución de un Gobierno con apoyos de tales partidos supone la ruptura de la unidad de España. Esa crítica supone la no aceptación del resultado electoral y, en consecuencia, la negación del principio de legitimidad democrática en el que descansa el Estado.

En esas estamos. La dirección del PP se ha pasado este primer año de legislatura poniendo en cuestión la legitimidad de origen del Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero por el atentado terrorista del 11-M, pero, a medida que nos vamos alejando de aquella fecha, ha ido poniendo el énfasis en la falta de legitimidad de ejercicio de dicho Gobierno como consecuencia de su dependencia de partidos nacionalistas, que pone en cuestión el principio de unidad política del Estado que el artículo 2 de la Constitución proclama como presupuesto y límite para el ejercicio del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España.

Para la dirección actual del PP (mucho más todavía para José María Aznar, cuyas declaraciones al diario Clarín de Buenos Aires el pasado jueves no pueden ser más tremendistas), el Gobierno socialista tiene una muy discutible legitimidad de origen y carece de legitimidad de ejercicio. Eso no es crítica política democrática. Eso es otra cosa. Eso es juego sucio. En democracia se puede discutir casi todo, pero no todo. Y lo primero que no es discutible son los resultados electorales. Ello supone la aceptación de los resultados en cuanto tales y también la legitimidad de la fórmula de Gobierno que dichos resultados hacen posible.

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Me temo que así nos vamos a pasar toda la legislatura, a menos que la dirección del PP advierta pronto que, como recordaba el domingo pasado Javier Pradera, lo que está haciendo es tirar piedras contra su propio tejado.

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