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Columna
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A pesar de las acertadas críticas que se han acumulado aquí sobre el texto de reforma del EACV pactado por populares y socialistas, produce una cierta perplejidad que desde el pasado mes de julio haya recibido de los dirigentes estatales de uno y otro partido grandes elogios y hasta el título de paradigma de lo que debe ser una reforma estatutaria.

A diferencia del proceso estatutario de 1983 -que sin duda fue poco edificante, frustrante desde cualquier ángulo que se le mirara (a excepción de las expectativas que sus beneficiarios inmediatos contemplaban)-, el de ahora se eleva al altar de la ejemplaridad y se le instituye como el corsé constitucional sabiamente respetado que, a su vez, dicta la pauta para cualesquiera otros que hayan emprendido ya el camino o estén a punto de hacerlo.

Tan apenas una semana después de su presentación en las Cortes Españolas (con las prisas, se olvidaron de algunos papeles imprescindibles) las noticias que han ido sucediéndose de Catalunya no podían ser más halagüeñas para el mérito de los valencianos: la propuesta de reforma del EAC no sólo no llevaba las firmas de PP i CiU sino que fue recibida en la corte con más que prevenciones, advirtiéndoles desde las dos orillas (PP y PSOE) que todo aquello que suponga reforma encubierta de la CE (es decir, propuestas hoy por hoy inconstitucionales) no pasaría la línea roja que sabiamente asumió la propuesta valenciana.

Todo ello parece confeccionar una gran metáfora política que ensayaré delimitar en las próximas líneas.

La CV fue en su día objetivo prioritario de quienes querían, por una parte, evitar tentaciones federalistas entre CC AA y, por otra, advertir contundentemente de que en lo tocante a cuestiones nacionales el cupo asumible se ceñía a Catalunya, Euskadi, y un poco por atavismo, a Galicia. No otra fue la lectura que tuvo entonces y que continúa teniendo ahora por parte de no pocos analistas la llamada Batalla de València. El debate en las Cortes Españolas sobre el EACV y, sobre todo, los recortes que en la redacción final se añadieron al texto propuesto desde aquí (el Estatut de Benicàssim), delataban que nuestro Estatut fue aprovechado para fijar mínimos y máximos en determinadas materias y para airear los límites que vía LOAPA (aquella ley a la que el TC tuvo que rebajarle los humos centralistas y constitucionalmente restrictivos) constituían la doctrina termidoriana de los dos grandes partidos en materia de descentralización política.

Veinte años después de aquello, los elogios que recibe el proyecto valenciano (en el que indudablemente se recogen no pocos aciertos, aunque yo me ratifique en sus evidentes deficiencias) suenan a arietes que se esgrimen frente a las pretensiones de los que quieran ir más lejos (ahora los catalanes, pronto los gallegos, y, desde siempre, los vascos) y puede que a coartada para algo que desde luego no sería deseable: Tan estratégicas resultaban las alabanzas, que no se ha hecho esperar la apertura de la veda, pues a tenor de algunos informes jurídicos encargados por el Gobierno de España y de ciertas actitudes domésticas sobre aciertos parciales del texto (declarar el valenciano como lengua propia de la CV) se desprende que el júbilo ante oportunidad y contenidos era sólo instrumental, de modo que podría llegar a ocurrir que en la operación de disuasión desplegada por PSOE y PP hacia lo más atrevido de la propuesta catalana, la primera víctima de la refriega fuera lo mejor de nuestro Estatut, como en 1983.

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