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Columna
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Tragedia y política

Los que hemos nacido y vivido en estas sociedades desarrolladas, nunca tan sofisticadas como pretendemos pero insólitamente prósperas y crecientemente estructuradas, con acceso al legado de valores, informaciones, costumbres y emociones -plasmados todos en cultura- que nos convierten en miembros más o menos conscientes de la vanguardia de la civilización -gracias, una vez más, a Fernando Savater por su último artículo-, tenemos muy graves problemas para asimilar una secuencia tan larga de tragedias como la que pasa ahora por su el aterrador episodio del naufragio de Nueva Orleans y la cuenca del Misisipí. Otras culturas parecen tener menos dificultades para asumir la pérdida, soportar el dolor desgarrador y el luto y retomar la quebrada sinfonía de la supervivencia individual y colectiva sin hundirse en la duda existencial ni planear cual buitres a la busca de explicaciones convenientes. Recuerdan mejor que la desgracia existe y es parte sustancial de la batalla inteligente en la vida del ser humano y sus colectivos y no caen en pataletas pueriles que claman contra lo "incomprensible" o, en juicio aún más infantil, lo "injusto".

Algo debe tener que ver con nuestras expectativas y con ese optimismo histórico básico que impregna toda nuestra cultura y que otra vez demuestra ser un arma de doble filo. Ha sido este arma -que implica la exploración del bien como conocimiento útil para el prójimo y generaciones futuras- determinante para forjar los principios, códigos y criterios del modelo de convivencia más eficaz, más justo y más compasivo jamás habido en la historia de la humanidad. Que los pasos dados en esta dirección, incluidas las grandes revoluciones políticas y sociales de la libertad -entre las que destacan la francesa, la americana y la de la emancipación de la mujer- tengan su detonante en el concepto del ser humano como reflejo del Dios cristiano, en el valor absoluto de la persona y de la vida, es algo tan evidente que no importa nada que sea ya moda muy antigua y arraigada el negarlo y que tanta vigencia tenga el absolutismo de lo relativo.

Las miserias, las crueldades, los defectos, corrupciones y traiciones que salpican y corroen nuestros actos humanos y, por supuesto, nuestras organizaciones sociales no pueden eclipsar el hecho de que la sociedad democrática y libre con el Estado de derecho como buque insignia son triunfos de la buena voluntad, de la inteligencia y la generosidad frente al egoísmo, la miseria moral, el oscurantismo y la reacción. Todos nos vemos obligados a actos de disciplina intelectual cotidianos para que no nos paralice la vida el desprecio a nuestros semejantes que la convivencia hace, más que lógicos, inevitables. El concepto de la persona como sujeto máximo de culto de fe, religiosa o no -siempre trascendente-, que elimina y descalifica por igual castas, clases, abolengos, etnias y naciones como fuentes de privilegio, beneficio o distinción, ha sido la piedra angular de la cultura democrática por la que tantos en los últimos siglos han luchado y muerto. Esta cultura ha tenido que pagar siempre el peaje de los miserables que medran de la vulnerabilidad que genera la voluntad ajena de dignidad. Es una grandeza más de "nuestra civilización" con su premisa de que nadie es lacayo ni objeto de capricho de un Dios de la ira, sino individuo hecho a la imagen y semejanza del creador, con ese "rayo divino" que en cada época tuvo su definición y en cuya existencia, pese a la Primera Guerra Mundial y Auschwitz, los dos grandes funerales por nuestra civilización, creen incluso quienes no lo saben.

Pero también es cierto que esta convicción cultural que tan lejos nos ha llevado en nuestro poder de llorar y proteger al prójimo nos hace extremadamente quebradizos ante la adversidad como los narcisos entre los seres vivos, tan dispuestos siempre a llorarnos a nosotros mismos. Como también lo es que la vileza cotidiana por la que se expresa el instinto de supervivencia y poder -el mismo- intenta reconvertir la tragedia en un arma más de imposición, al impostar el luto para buscar beneficios en las consecuencias del dolor ajeno. Sin duda, los responsables de proteger a la población por sus cargos y autoridad, cuando hacen dejación de su poder de intervención a favor de las víctimas de una tragedia, se hunden en la ignominia. Han vuelto a hacerlo. No menos, sin embargo, aquellos que sólo ven en la tragedia una ocasión bienvenida para incorporar a la lista de víctimas a quienes siempre desearon un drama semejante para mayor gloria propia.

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