La marca 'Cataluña'
Alrededor de una veintena de aviones, cinco países distintos, una innumerable cantidad de ricas y coloridas conversaciones, seis universidades y una lista notable de entrevistas con políticos y periodistas me han permitdo, en estas semanas densas, hacerme una idea de cómo se visualiza la marca Cataluña más allá de nuestras fronteras patrias. Escribo este artículo desde Bogotá, donde hoy daré mi última conferencia en una universidad y, probablemente, disfrutaré de mi última cena colombiana, rica en vida, amabilidad y palabra. El lunes, en el almuerzo con el alcalde Garzón, sustituto del peculiar y popular alcalde Antautas Mocus -con quien compartí un debate en la Universidad Nacional sobre el conflicto de Oriente Medio-, la palabra Barcelona brilló con luz admirativa. La casualidad hace que la concejal Maravillas Rojo (desde mi perspectiva, es de los políticos más lúcidos del actual consistorio) esté en la ciudad exportando su trabajo sobre mujeres emprendedoras, y por Medellín están Ferran Mascarell y Marina Geli. También ha aterrizado Joan Manuel Serrat, que conserva intacto su carisma por estas tierras. Barcelona, pues, brilló en el desayuno, ha brillado en la mayoría de conversaciones que he tenido por tierras americanas (Miami incluido) y ha formado parte, de manera sutil pero insistente, de las muchas morriñas que una acumula cuando duerme demasiadas noches en camas de hotel. Mucho más allá de los errores de un consistorio que a menudo pierde la brújula y marea al personal, e incluso por encima de la autoestima que podemos tener los catalanes por nuestra capital, lo cierto es que Barcelona mantiene muy alto el pulso del prestigio y es una marca que vende bien y vende mucho. Fascinanción urbanística, atracción turística, nivel universitario e incluso la sensación externa de ser una ciudad dinámica, cosmopolita y activa. En todos los rincones de este viaje intenso he oído hablar de Barcelona y, con sinceridad obligada, reconozco mi pequeño orgullo por esa marca que parece, en el exterior, más consistente que nunca. No creo que sea cierto eso que nos dijo Pasqual Maragall en una cenita de verano en Mas Torrent, que Joan Clos era el mejor alcalde que nunca había tenido Barcelona. Maragall y sus excesos emotivos... Pero venga por acumulación de alcaldes y consistorios, por ideas inteligentes en momentos oportunos, por la propia dinámica de la ciudad, o venga por todo ello, Barcelona es, hoy, una marca de prestigio.
Sin embargo, ¿es Cataluña una marca de prestigio? Por supuesto, no escribo este artíiculo desde la única experiencia de este viaje (muchos son los indicadores que obligarían a esta reflexión), pero este viaje ha confirmado algunas sospechas preocupantes. Lo primero es que, a diferencia de Barcelona, que es marca por ella misma, Cataluña sólo es marca en el sentido del problema que plantea. Es decir, su proyección esta problematizada, sobrecargada políticamente, vinculada, casi con exclusividad, a la cuestión endémica nacional. Los interlocutores que oyen la palabra Barcelona responden sobre muchos aspectos relevantes de la ciudad, pero cuando esos mismos interlocutores escuchan la palabra Cataluña, el efecto Pávlov actúa con precisión matemática: o no saben y preguntan, o saben, y lo que saben es que hay un lío con España, que queremos irnos pero no, que somos como los vascos pero menos, etcétera. Es decir, en el mercado del prestigio, Barcelona tiene acciones, pero Cataluña no cotiza, anquilosada en su imagen de problema pendiente y, por tanto, convertida en conflicto y no en marca.
Sin duda, diversos serían los motivos que explicarían esta falta de presencia internacional, por mucho que la esforzada Caterina Mieras se pasee por Francfort exportando el populismo lingüístico. Uno de esos motivos, sin duda, es la falta de una seria proyección internacional que ni ha sabido hacer Cataluña, ni nunca ha querido hacer España. Pero más allá de los enemigos y las miserias al uso, lo cierto es que durante tantos años de viajes emblemáticos y banderas al viento, en los tiempos encantados de haberse conocido del pujolismo, no se consiguió hacer un trabajo serio de proyección brillante. Viajamos a todas las Chinas posibles, y siempre fuimos con la cuatribarrada abriendo paso, cual delegación diplomática. Pero todo eso fue tan virtual como inútil, mucho más pensado para el mercado interior, falto de gestas patrióticas, que para consolidar la imagen exterior. En términos absolutos, Cataluña no existe en el mundo. En términos relativos, se pasea por algunas comisiones, patalea en algunos foros y hasta consigue algún reportaje mediático, pero su nombre sólo se proyecta en forma de problema no resuelto y no como marca admirativa. No hemos conseguido proyectarnos más allá de la reivindicación, y con un mundo tan plagado de conflictos no resueltos, esa proyección única ha sido letal.
Me dirán que cambiaron los tiempos y los verbos, y que hoy Maragall se pasea distinto. No sé... Sólo hemos tenido un viaje relevante, el de Israel y Palestina, y fue un cúmulo de despropósitos, con guerrita de banderas, ofensa religiosa y una categoría diplomática de narices, todo ello incluido. Y si hablamos del lío de Francfort... Tengo para mí que somos en el mundo lo que hemos buscado ser, y que el fracaso de la marca Cataluña es un fracaso muy trabajado. Por supuesto, tiempo hay para pensar algo, pero viendo y oyendo el debate político catalán, cada vez más parecido a un debate provinciano, creo que lo tenemos chungo. No es que no tengamos estrategia internacional inteligente, es que, desde hace tiempo, enviamos a paseo el concepto de estrategia (Cuní habla del obsesivo tactismo catalán), archivamos el mundo mundial, demasiado preocupados por nuestra infinita trascendencia local, y sobre la inteligencia... En fin, de la inteligencia catalana y sus vacaciones permanentes, mejor no hablar.
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