'Calabuch' y el final del verano
Para cerrar esta filmoteca de verano, nada mejor que Calabuch, joya del cine en blanco y negro dirigida por Luis García Berlanga en 1956. Rodada en Peñíscola, la película cuenta la historia de un sabio atómico norteamericano que, harto de todo, se pierde en un pueblo llamado Calabuch. Mientras el mundo le anda buscando, el científico descubre los valores de una pequeña comunidad en periodo de fiestas y recupera placeres como hacer gimnasia en la playa, jugar al ajedrez o participar en una serenata a la luz de la luna. Es una historia de buenos sentimientos. Alguien incluso puede pensar que retrata una España excesivamente amable, en la que los contrabandistas y guardias civiles confraternizan y en la que los curas aprietan pero no ahogan. Pero hay que situarse en aquella época y entender que un retrato crudo de la realidad no habría sido posible, y que, en cambio, esta melancólica historia sí describía una manera de vivir que se perdió no por culpa del franquismo o de la democracia, sino simplemente por la evolución, me temo que poco natural, de las cosas.
Con la pirotecnia ocurre como con los veranos: no es tanto la satisfacción de vivirlos como poder contarlos
Calabuch es una película sobre realidades que ya no existen. Ya no basta un cura gruñón, una maestra romántica, un farero simpático, un cabo de la Guardia Civil cascarrabias, un contrabandista aventurero (que es al mismo tiempo trompetista y operador del único cine), un botijo, unas partidas de dominó y unas procesiones de romanos para tener un pueblo. El mundo se ha complicado. Actualmente, el contrabandista estaría metido en redes de tráfico de inmigrantes o de drogas, el cura tendría página web, el Guardia Civil reclamaría más medios para controlar la polidelicuencia local, el farero estaría jubilado, el café sería propiedad de una cadena rusa, la maestra lideraría un movimiento ecologista contra el deterioro de la costa. Pero, pese a tanto progreso, seguro que subsistirían las procesiones, las corridas de toros y el concurso pirotécnico de final de fiestas.
El viejo científico lo interpreta el actor inglés Edmund Gwenn. Fue su última película, anunciada cuando, en la escena final, y tras haber contribuido a construir el mejor petardo del concurso, dice: "Es mi último cohete". La película consiguió transmitir esa atmósfera de última vez. Los últimos veranos, las últimas veces que los jóvenes con ambición prometen marcharse, los últimos placeres y la última escapada de un científico famoso que consigue zafarse de la sombra de su propia fama. Gwenn no era un actor cualquiera. Había ganado un Oscar al mejor actor secundario por su participación en la película Milagro en la calle 34, otra historia de buenos sentimientos, donde interpretaba a Santa Claus. Lo hizo tan bien que, en el momento de recoger la estatuilla, se mostró así de agradecido: "Ahora sé que Santa Claus existe". En Calabuch, Gwenn contribuye a ganar el concurso de pirotecnia levantina, uno de esos ruidosos placeres en los que se invierten esfuerzos durante meses que luego se despilfarran en unos segundos. Hay mucha literatura sobre esto: las fallas, los petardos, los fuegos artificiales. Pero, en el fondo, con la pirotecnia ocurre como con los veranos: no es tanto la satisfacción y el placer de vivirlos como, luego, poder contarlos y recordarlos. Es una de las ventajas de la fugacidad: deja poco tiempo para el fracaso. Éste será, por tanto, mi último artículo de esta filmoteca. Gracias por su atención. Espero haberme acercado a lo que señalaba la réplica de una película de Mickey Rooney (The courtship of Andy Hardy): "Un artículo de periódico debe ser tan largo como la falda de una mujer: lo bastante extenso para cubrir el tema y lo bastante corto para despertar interés".
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