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Columna
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La sombra de la Luna

A santa María Soledad Torres Acosta, monja madrileña del siglo XIX, la consagró el papa Pablo VI como patrona de las viudas, extraño patrocinio para una virgen, mas ya se sabe cómo son de inescrutables los designios divinos y, aún más si cabe, los caprichos pontificios. Unos años después, en el vasto solar que dejó la demolición de lo que quedaba del palacio de los condes de Sástago, el Ayuntamiento de Madrid abrió la más desolada de las plazas del centro y la bautizó con el nombre de la santa. Desolada, que no solitaria pues los soportales que un arquitecto ingenuo, o desalmado, ordenó levantar, convirtieron en un tiempo muy breve, la nueva plaza, dura y desangelada en refugio nocturno y patio de vecinos diurno de las huestes de Monipodio y sus afines. No llovieron del cielo, ni vinieron de lejos, las prostitutas y los proxenetas, los alcohólicos y los toxicómanos, pequeños delincuentes, carteristas, rateros y descuideros que ya se ganaban la mala vida por los alrededores, a la busca o a la rapiña de los bienes ajenos, impúdicamente exhibidos por los paseantes burgueses, viajeros y turistas de las grandes vías del centro.

En la trastienda, la Red de San Luis y la Montera, Tudescos, Desengaño, Ballesta o la Cruz Verde... nombres famosos en la crónica negra de la crápula, el hampa y el puterío madrileños, donde la hez y la canalla que describían los moralistas cristianos, hipócritas o exaltados, llevaba siglos de acomodo. Entre los motivos aducidos por sus cívicos mentores para justificar la construcción de la Gran Vía, se hallaba precisamente el de arrasar definitivamente con antros y garitos, tugurios y burdeles ínfimos chiscones y sotabancos de la calle de Ceres o el callejón del Perro. Iniciativa vana y condenada al fracaso, ni la Santa Inquisición, ni las redadas, auténticas cacerías de prostitutas llevadas a cabo en los primeros años de la incivil posguerra por las fuerzas del orden, consiguieron ahuyentar de tan céntricos cazaderos y bebederos a sus usuarios tradicionales.

De la calle de Tudescos, que con las de Silva y de la Luna enmarcan la plaza de Santa María Soledad, escribía el imprescindible cronista Pedro de Répide, que "era calle angosta, famosa en los anales bribiáticos de la villa, vía poblada de casas de huéspedes y de otras no menos hospitalarias". Briba, de donde viene la palabra "bribiático" es corrupción de biblia, con el sentido primero de sabiduría popular y luego de golfería y uso de pícaros. En la topografía bribiática de la Villa y Corte, este rectángulo, atestado de inmundicias y detritus, ocupa el mismo puesto que antaño y sigue recogiendo el flujo y el reflujo, de la Gran Vía a Ballesta, y de Ballesta a la Gran Vía, pasando por la calle del Desengaño, donde según cuenta la leyenda dos caballeros cristianos que estaban a punto de romperse mutuamente sus crismas, pararon en la pendencia nocturna por requebrar a una dama embozada que a sus requerimientos descubrió, sobre sus carnes mollares, la descarnada y desnarigada calavera de la muerte.

La carne mortal y pecadora que pulula hoy por estas calles y callejas se enfrenta, sin leyenda por medio, con la mismísima imagen de la muerte, en los esqueletos mínimamente animados de los yonquis que contrastan con las bulímicas opulencias de las prostitutas latinas, africanas y eslavas que hacen corrillos en las esquinas bajo el amparo y el consejo de veteranísimas daifas indígenas, arreboladas de carmines y afeites, que exhiben sus generosos y degenerados bustos ante la clientela más decrépita.

Siempre hubo y habrá por estos andurriales, patéticas y peripatéticas hetairas al amparo de la noche que cubre con piadosas máscaras de sombras sus lacras, pero nunca se vio ni en los días más sombríos de la posguerra tanta degradación, incuria, suciedad y abandono en estos lugares. Entre contenedores rebosantes de escombros y basura, entre orines y vómitos, sangre y lágrimas, a dos pasos de la Puerta del Sol, a la luz temblorosa de neones tuertos y bombillas rojas, o a la cruda y terrible luz del día, la ciudad muestra su cruz y su derrota, propiciada por pacientes especuladores que esperan el cierre de todos los comercios y la huida de todos los vecinos para hacer fortuna y gestionada por ediles incapaces o arribistas.

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