El Beethoven clásico de Zacharias
A Christian Zacharias se le quiere tanto que a veces parece como si nos diéramos cuenta de lo bueno que es. Como diría un castizo, es lo que hace el roce. Pero cuando vuelve prueba de nuevo que es uno de los mejores, de los más serios, de los más sólidos, dueño de esa imaginación expresiva que da la cultura, el saber lo que se tiene entre manos, de dónde viene y adónde va. Esta vez la demostración llegó del concepto, de la idea del estilo. El Beethoven de Zacharias -el de los conciertos Segundo y Tercero con los que el martes comenzó la serie de tres programas que continuarán hasta hoy- está claramente vencido del lado clásico más que del romántico. El pianista alemán nacido en India huye de la diferenciación radical entre una cosa y otra, pero muestra las dos piezas como un camino de consolidación de lo propio. Sabe que el Segundo es inmaduro, que tantea, que los últimos de Mozart son mejores, pero, desde esa inseguridad, saca todo el partido de esa tentativa.
En el Tercero el punto de vista es el mismo pero el crecimiento aparece al oído con una claridad meridiana. A ello contribuyen varias cosas, una de ellas la circunstancia de que el pianista es cada vez mejor director. Un poco a su manera, con un gesto que busca la eficacia y que revela sus intenciones de una forma directa a una orquesta -la de Cámara de Lausanne, de la que es titular- que ya le conoce y que trabaja muy a gusto con él. No hay nunca esa sensación un poco aflictiva que suele invadirnos cuando un gran solista se siente tentado a dirigir, cuando nadie deja de pensar que se desviste a un santo para malvestir a otro. Por meterse a director, Zacharias no ha perdido un ápice de sus cualidades como pianista, de su precisión, su claridad, su elegancia, su capacidad casi única para que el canto se mueva justo en el territorio donde se juntan la línea y el fondo. Ahí hubo un momento sublime. El crescendo que prepara la cadencia del primer movimiento del Tercer concierto, la dicha cadencia y toda la coda. Apoteosis del clasicismo, himno a Apolo, música de altísima clase, concentración máxima, comprensión del mensaje y ganas de ser feliz, todo junto. Luego siguió un Largo límpido y un Rondó en el que el primer clarinete estuvo a la altura de las circunstancias.
Para empezar la sesión se nos ofreció el Octeto, op. 103 para dos oboes, dos clarinetes, dos trompas y dos fagotes, curiosa música, como muy para el aire libre, con esos detalles un poco puñeteros del Beethoven engañoso.
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