Un revolcón con la Derbi
Formaron, durante años, una de las parejas mejor compenetradas del paisaje sentimental español. Ella era briosa, resistente, económica y, como exhibía con coquetería en su trasero de polipiel, campeona del mundo de 50cc. Él, trabajador de la construcción, del metal o cualquier otro ramo industrial del género duro. Tal vez en sueños él la engañaba con otra de más cilindrada, incluso tal vez con algo sobre cuatro ruedas, pero en el plano de la realidad era de ver con qué orgullo rodaba ese centauro de anorak azul a través de los fabriles escenarios poligonales y las agrupaciones de viviendas protegidas.
Añadámosle a la creación del señor Rabassa dos ventajosas características: el sillín era capaz de acomodar a la parienta, de preferencia a mujeriegas, y no era necesario pasar por el taller para las operaciones básicas de reparación y mantenimiento. En cuestión de motor, la Derbi carecía de pudor y lo enseñaba todo, por utilizar una expresión de entonces. Con un poco de maña mecánica, un escueto estuche de herramientas y un pequeño revolcón en una esquina, y a rodar de nuevo con aquel característico petardeo de los motores de dos tiempos.
El trabajador y su Derbi retozando apaciblemente. Una escena de una ternura infinita en un paisaje de hierbajos y construcciones ingratas
Eso es lo que nos muestra la espléndida instantánea de Joan Guerrero que hoy tenemos el honor de comentar: una pareja haciendo el amor en un descampado. El trabajador y su Derbi retozando apaciblemente. Una escena de una ternura infinita en un paisaje de hierbajos y construcciones ingratas.
Con gusto les hablaría de la filosofía zen y el arte del mantenimiento de la Derbi, pero cada vez que el azar me reúne con alguna superviviente me viene a la memoria un simpático episodio relacionado con mi iniciación ideológica.
Fui un niño de izquierdas. Mi iniciación a tan nobles ideas corrió a cargo de un condiscípulo un par de años mayor que yo, R. S., con quien además coincidía en una agrupación de escoltes y en el camino al colegio privado en el que ambos estudiábamos. Un trayecto breve pero que yo aprovechaba bien, todo oídos ante esas fascinantes doctrinas de las luchas de clases y la supremacía final del proletariado. Una mañana, a finales de los años setenta, nos topamos con un muro recién empapelado con carteles pidiendo el voto para la Alianza Popular de Manuel Fraga (que por cierto ha resultado más duradero que la Derbi).
Comenzamos a arrancar alegremente los carteles y no tardamos en ser reprendidos por el clásico señor con aspecto de veterano de la División Azul. "Vamos a ver, chavales, ¿por qué arrancáis esos carteles?". Ahí mi amigo, que ceceaba a lo grande, estuvo genial: "¡Porque son faciztaz!". Pero donde estuvo sublime, y alcanzó ante mis ojos una dimensión heroica, fue a final de curso, cuando su padre, siguiendo la tradición, le ofreció su primera motocicleta como recompensa por sus buenas notas. ¿Qué moto dirían que escogió el bueno de R. S.? ¿Un Vespino, como la mayoría de chicos y chicas? ¿Una Montesa Cota? ¿Una Bultaco Lobito? Nanai: una Derbi, "porque esta es la moto del obrero español".
Dejo para otra ocasión el relato de nuestras andanzas a lomos de aquel artefacto. Sólo les diré que fui perdiendo contacto con mi héroe, que se presentaba desafiante todas las mañanas en el colegio más caro de Palma con su moto proletaria. Durante un tiempo he sabido de él por los periódicos porque desempeñó un cargo de importancia en el Gobierno Balear del partido facizta. Ahora ha abandonado temporalmente la política y está de gerente de una empresa vinatera. Hace tiempo que cuando alguien me habla de sus convicciones ideológicas parece que quiera cambiar de tema y le pregunto por su primera moto.
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