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Filmoteca de verano | GENTE
Columna
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'Le llaman Bodhi' y el surf

En 1991, cuando se estrenó Le llaman Bodhi, fui a verla con mi novia en un cine que, por supuesto, ya no existe. Resultado: conseguí que mi novia nunca volviera a mirarme igual. Años más tarde, me confesó que no era nada personal y que simplemente le deprimió constatar la diferencia entre estar liada con un hombre del montón o con Keanu Reeves. Lo confieso: aquello marcó mi relación con Reeves, con mi novia y con el surf. De eso trata la película: de ese deporte que permite a Keanu Reeves y Patrick Swayze lucir palmito sobre aceleradas y encrespadas olas. Para la mayoría, el surf es una absurda coreografía que obliga a arrastrar una enorme tabla y a pasarse el día cayendo al agua y, como un Sísifo impermeable, volviéndolo a intentar. Para los surfistas, en cambio, es una experiencia religiosa. La película, dirigida por Kathryn Bigelow, también es una historia de ladrones y policías. Los ladrones son surfistas y el policía es un agente del FBI. En una de las más recientes biblias del surfismo escrito, That Oceanic Feeling, la australiana Fiona Capp se une a un discurso que puede sorprender pero que, como confirma Le llaman Bodhi, tiene su ramalazo místico. Capp habla de "energía afectiva" y de "símbolo de la libertad individual". Tras admitir que el surf ya no tiene el carácter revolucionario de antaño, escribe lo que le gustaría que no perdiera: "Su existencialismo temerario, su lado rebelde, su voluntad de salirse del carril de la rutina, su exaltación del poder indomable del mar".

A mi novia le deprimió constatar la diferencia entre estar liada con un hombre del montón o con Keanu Reeves

Por hermosas que suenen, estas palabras no tranquilizarían a un padre que viera a su hijo salir a torear las olas sin más estoque que una tabla untada en parafina. Te queda el consuelo de pensar: podría ser peor, podría ser ladrón. Tampoco: en la película son las dos cosas a la vez. Compaginan el surf con atracos en los que, a punta de pistola y llevando máscara de presidentes de los EE UU, financian una adicción antisistema que les permite hacerse preguntas en voz alta tan peligrosas como ésta: "¿Por qué ser un servidor de la ley si puedes ser su amo?". La necesidad de tener una juventud agitada no sólo es un filón cinematográfico. En la vida real, Patrick Swayze empezó en el patinaje sobre hielo, luego en la danza, se lesionó en la rodilla, abandonó su vocación y probó a ser actor. Sus detractores, tan crueles como sarcásticos, afirman que no lo consiguió. En un rodaje de 1997 se rompió las dos piernas y los tendones de la espalda. Dicen que el caballo que montaba le estampó contra un árbol, lo mismo que hace la última ola de esta película.

En su libro Qué hace una estrella como yo en una película como ésta, Luis M. Carmona escribe: "Si hubiese nacido en otra época, lo más probable es que hubiese trabajado en el cine cargando pianos de un decorado a otro. De ahí que se haya ganado a pulso su fama de inexpresivo, estoico, pasota y con pocos recursos dramáticos". En cuanto a Reeves, mi novia sigue soñando con él y yo he acabado respetándolo. Quizá porque su vida ha sido más agitada que montar la ola más salvaje y menos frívolo de lo que a veces Hollywood pretende hacernos creer: nacido en Beirut, hijo de un padre medio chino y hawaiano y de una inglesa propensa a casarse y divorciarse y testigo de dolorosas muertes. Por si eso fuera poco, ahora dicen que está liado con Diane Keaton, lo cual no hace sino confirmar su propensión a la catástrofe. Reeves también tiene enemigos que le acusan de ser tan inexpresivo como Swayze. Pero viendo que mi novia le sigue siendo fiel, empiezo a sospechar que algunos cinéfilos mantienen con los actores tan guapos una relación de cochina envidia.

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