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Columna
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Bricolaje estival

Por la razón que sea, eliges el veraneo cereal, frente a ese otro veraneo que huele a viento y a salitre, y la urbanización recientemente construida es un fragor de gente que va y que viene, con jóvenes parejas que inauguran sus lindos apartamentos y niños que chapotean en la nueva piscina sin intención de salir de ella jamás. La urbanización, emplazada tierra adentro, es señal de la prosperidad media de las clases medias de una ciudad media, el rédito que han arrancado a la vida algunos de sus trabajadores. Claro que, piensas, también se puede contemplar nuestra común medianía como la merecida recompensa a décadas de esfuerzo personal y familiar. El argumento no resulta épico, ciertamente, pero hay que recordar cuánta gente nada sabe de esa gesta diaria y laboriosa que consiste en alzar toda una vida sobre nuevos presupuestos.

La urbanización es un hervidero de niños y de abuelas, de bolsas y maletas, de esas pequeñas obras y maniobras que emprenden los propietarios para ultimar la habitabilidad de un nuevo nicho personal. Y aquí es donde, otra vez, la vida te sorprende y vuelve a evidenciar, de paso, tus incurables defectos y carencias. La colonia está llena de hombres voluntariosos que modifican el mundo con sus herramientas, con su ingeniería de saldo, con el ímpetu de unas manos puestas a la obra. Te sientes bastante inútil en medio de esa legión de chapuceros y manitas, varones acostumbrados al bricolaje, al uso de taladradoras, martillos o serruchos.

Se confirma que en el mundo abundan los emprendedores, los seres que cambian las cosas, ya sea la faz de todo un continente o la consistencia de un tabique. Y el universo denuncia tu indolencia, el carácter inservible de todos tus pensamientos, el papel algo ridículo que cumples como teórico, un papel que has utilizado, a lo largo del tiempo, para zafarte de esas enojosas tareas y disfrazar así todas tus perezas.

La urbanización está llena de vecinos que montan los muebles de su cocina, instalan ventiladores, perforan tabiques, empotran cajas metálicas, pintan balconadas o sellan grietas con silicona. Te fascina la habilidad de estas gentes. Incluso hay algo que te fascina aún más en ellas: el hecho de que parecen disfrutar con tales industrias, ya que a ellas dedican buena parte del verano. En efecto, todos esos tipos, todos esos afanosos padres de familia, parece que gozan de lo lindo montando muebles, pintando balcones, examinando cuadros eléctricos, reparando calderas y microondas, sangrando radiadores, instalando apliques de luz, instalando espejos y depósitos y estanterías y picaportes. ¿De dónde viene tanta aplicación, tanto furor por las tareas manuales? ¿De qué pasta están hechos esos héroes para los que un mueble esquinero o un juego de herramientas no son terribles instrumentos de tortura sino una maravillosa oportunidad para el ocio y el ahorro?

Sí, la rutina vacacional está llena de misterios para ti, hombre de letras, que temes el perfil de un destornillador o la entraña de una caja de fusibles. Tú percibes los cuadros eléctricos, las instalaciones de gas, los muebles de automontaje o el carburador de una vespa como misterios del universo, como problemas irresolubles, vaya, como verdaderas obras del diablo. Pero mientras sesteas, y barajas leer o escribir alguna cosa, la urbanización se llena de padres de familia que la emprenden a martillazos con una cajonera, o perforan tabiques, o cuelgan cuadros, empeñados en cambiar una mínima parcela del universo, aquella que les pertenece.

Esto está lleno de hombres que modifican el mundo (lo dicho: ora un continente, ora un tabique). Mientras que tú te contentas con mirarlo. Y lo curioso es que todos esos tipos ni siquiera parecen cansarse, aunque ello se explique en parte porque no parecen estar tan gordos como tú. Maravilla tanta industria veraniega. Y no dejas de pensar en estas cosas, sin hacer nada, mientras ellos siguen buscando algo que hacer.

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