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SEMANA GRANDE
Columna
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Cartel y concha

El cartel de las fiestas representa una concha, pero resulta enigmático. Para empezar, flota en un azul absoluto, por lo que parece un ovni. Luego, sus dos valvas permanecen entreabiertas no se sabe si para un beso o un mordisco. La leyenda que reza encima invita a buscarle la perla -"¡Descúbrela!"-, pero no sabemos si encontraremos dentro la fiesta o la propia ciudad de San Sebastián tildada antaño de la Perla del Cantábrico. En cualquier caso, la abertura resulta inquietante. Tal vez más inquietante que amable o festiva. Pero es la concha y basta con mentársela al donostiarra para que se le abra el corazón: ¡su Concha! Y es que tener concha representa una enorme ventaja, no sólo porque permite escaquearse incluso del programa festivo -un tanto remolón en las horas diurnas-, sino porque hasta posibilita cumplirlo de manera mejor. Los amantes de los atardeceres bajan a la arena para procurarse inolvidables recuerdos de rosicler y chapoteo antes de meterse al cuerpo algún bocata in situ -pero hay que ser muy forofos para eso- a fin de prepararse para la ración de fuegos artificiales y conciertos que tienen como marco las traseras de las playas.

Es la concha y basta con mentársela al donostiarra para que se le abra el corazón: ¡su Concha!

Por la noche, la playa se presta maravillosamente para el botellón pues además de constituir un marco incomparable ofrece un marco incomparablemente amplio para dejar las litronas, las latas y los envases de ruffles y ganchitos sin que el paisaje quede visualmente demasiado herido. Llega el momento de suspirar por quienes hacen botellón al lado porque ni siquiera el botellón da las suficientes fuerzas para superar una distancia que se antoja sideral a fin de establecer contacto o ligue con aquélla o con aquél que nos está haciendo tilín. Todo esto agravado (me refiero a la frustración) por el melancólico chapoteo del mar, que ofrece con cada ola promesas que la siguiente ola se encarga de borrar. Y conforme se van extinguiendo los últimos compases del concierto y se pagan los reflejos que los juegos de luces levantan en el lomo negro-pantera del Cantábrico, los más filósofos vuelven su mirar al cielo para comprobar otra vez lo pequeños que somos (sobre todo algunos) mientras, molesta, la arena se cuela entre los dedos de los pies y se pega a la goma de la ropa interior para volverla lija.

¿Y el amanecer? Quien no se haya ido harto o porque la emoción del momento le empujó a darse un chapuzón en pelota picada sin pensar que habría de vestirse sobre un cuerpo mojado, lo que disipa bastante las ganas de seguir de juerga, tal vez se duerma arrullado en los brazos de la persona amada o recién conocida, aunque lo más fácil, estadísticamente hablando, es que lo haga en la soledad burbujeante del kalimotxo a menos que se embuta en el saco de dormir para darle gusto a su condición de mochilero que prefiere el romanticismo a las pensiones. Y aquí es donde la concha muestra su condición venérea -los antiguos querían que Venus naciera de una concha- mientras la marea arroja a la orilla guijarros, tiritas de celofán y restos pirotécnicos que parecen cáscaras de coco y hacen volver la cabeza en busca de cocoteros que harían todavía más exótica y romántica la bahía de La Concha.

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