El británico que no cazó al zorro
Fracasó en la operación más importante de su vida, es muy probable que le matara por error uno de sus propios hombres -a los que llevó al desastre-, le consideraban un enchufado hijo de papá indigno de su familia de importantes y valientes militares, y la medalla póstuma que le concedieron, la Cruz Victoria, nada menos, la vendió tiempo después su hermano a un coleccionista para sobrellevar un revés financiero. No se puede negar que el teniente coronel Geoffrey Keyes fue un héroe desgraciado.
Nacido el 18 de mayo de 1917 en Aberdour, Fife (Escocia), Geoffrey Charles Tasker Kayes era hijo de sir Roger John Brownlow Keyes, almirante y héroe de guerra que a su vez era hijo de otro héroe famoso, digno de la pluma de Kipling: el general sir Charles Keyes, comandante de la fuerza de la Frontera del Punjab. Sir Roger, gran jugador de polo, tuvo una vida de lo más aventurera: a bordo de la corbeta HMS Turquoise operó en Zanzíbar contra la trata de esclavos, participó en la expedición de 1890 contra el sultán de Witulandia, luchó audaz y decisivamente en China durante la rebelión de los boxers, fue amigo de reyes -sin perder la cabeza, por supuesto- y oficial de submarinos, mandó un acorazado en la I Guerra Mundial, izó su enseña en el Hood y en la segunda contienda fue el primer jefe de los comandos británicos. Se le ha comparado con Nelson. Hay que reconocer que con un progenitor así es difícil estar a la altura.
La verdad, no es que fuera muy deportivo, y menos aún para un ex alumno de Eton, tratar de cargarse con alevosía al noble jefe del ejército enemigo
El destacamento de comando de Keyes, con las caras pintadas de negro y guiado por beduinos, llegó a su objetivo y atacó la casa del cuartel general
Nuestro hombre, Geoffrey, el primogénito de los cinco hijos de sir Roger con lady Eva -née Bowley-, debió vivir una infancia digna de la de Harry Feversham, el protagonista de Las cuatro plumas: abrumado por la obligación de mantener alto el pabellón de semejante familia y asediado por las dudas sobre su propia capacidad y su valor. Seguramente "el temor a la cobardía había minado incesantemente su corazón", como en el caso del inolvidable personaje de la novela de A. E. W. Mason.
De natural reservado, algo sordo y totalmente miope, Geoffrey no parecía estar destinado a la carrera de las armas. En Eton, donde estudió, hubo de dejar el boxeo y el remo por razones de salud. No pudo ser oficial naval. Y en la academia militar de Sandhurst, donde le ingresaron a pesar de todo, se le evaluó físicamente por debajo de la media y como un pésimo tirador. El victoriano padre, que consideraba las inclinaciones intelectuales de su hijo un inquietante indicio de afeminamiento, mostró dudas -que, para ser sinceros, no dejaban de ser razonables- sobre el carácter del chico. Sin embargo, Geoffrey llegó a oficial del ejército en el regimiento de su tío, los Royal Scots Greys.
Cuando sir Robert fue nombrado por su amigo Churchill jefe de Operaciones Combinadas -los comandos- hizo que su hijo, a la sazón capitán, ingresara en la nueva fuerza de élite. Esto mortificó bastante a Geoffrey, pero seguramente no tanto como el entrenamiento al que hubo de someterse en las arduas islas Arran, incluida la ascensión a su pico más alto, la montaña del Chivo.
En junio de 1941, Geoffrey Keyes tuvo su bautismo de fuego al atacar una posición de franceses de Vichy en el río Litani, en Siria, al mando de una sección de comandos. No se desenvolvió mal, incluso fue condecorado, pero ordenó un ataque frontal que costó demasiadas bajas. Obligado a seguirse probando a sí mismo y ante los demás y ansioso de mostrarse digno hijo de su padre, el joven teniente coronel se lanzó a algo realmente grande: cazar al zorro del desierto.
Erwin Rommel se había hecho ya una peligrosa aura de invencibilidad al frente del Afrika Korps y rodaba tan ricamente con sus Panzers por las arenas libias. Gracias a espías árabes, Keyes descubrió la localización de un cuartel general de Rommel en Beda Littoria, en Cirenaica, y decidió atacarlo y eliminar al popular general alemán. La verdad, no es que fuera muy deportivo -sobre todo para un ex alumno de Eton- tratar de cargarse al noble jefe del equipo enemigo, porque de eso iba en realidad la cosa, pues no se trazó un plan realista para capturarlo vivo. Pero, en fin, Geoffrey podía argumentar que la caza del zorro había sido siempre una actividad tradicional en la finca familiar de Tingewick.
Cuando uno observa los retratos de Keyes, tocado con gorra glengarry con pompón y cara de pedir una taza de té, difícilmente pensaría en alguien menos adecuado para acometer el asesinato del jefe del Afrika Korps. Pero la misión se organizó. La bautizaron Operación Flipper. Bajo tan poco dramático nombre, la acción tenía ribetes suicidas y es tentador imaginar que Keyes, que insistió en conducirla personalmente, quisiera así librarse definitivamente de la presión de su padre.
Patoso desembarco
Realizada con "espantoso amateurismo", como subraya Michael Asher -biógrafo de Thesiger y de Lawrence de Arabia- en su revelador y entretenidísimo libro Get Rommel (Weidenfeld & Nicholson, 2004), la operación empezó de la peor manera posible con un patoso desembarco con kayaks desde submarinos. En el sumergible, según la biografía de Keyes que escribió su hermana Elizabeth, el complejo Geoffrey escribió una carta a una amiga íntima, Pamela, que estaba prometida a otro ("seguimos siendo amigos porque nunca traté de besarla", le dijo en una ocasión a su hermana). Poco hábil, también, en el liderazgo, su discurso a los comandos no fue lo que se dice digno de Enrique V: "Al que encienda un cigarrillo en la orilla le pego un tiro". Para rematarlo, le espetó a un soldado: "Gornall, cuando regresemos, córtese el pelo".
El 17 de noviembre, a las 23.30, en medio de una insólita lluvia torrencial, el destacamento de comandos de Keyes, con las caras pintadas de negro y guiado por beduinos, llegó a su objetivo y atacó la casa del cuartel general. Los testimonios de lo que pasó son confusos y contradictorios, pero sin duda la acción fue una gran chapuza, pese a que los informes trataron de recubrirla con una pátina de gloria. La versión oficial establece que Keyes recibió un balazo al abrir la puerta de una habitación y disparar valientemente contra los alemanes que se encontraban dentro. La investigación de Asher, ex miembro de las fuerzas especiales británicas además de escritor, sugiere, sin embargo, que a Keyes lo mató accidentalmente uno de los suyos en el caos del asalto.
Rommel no estaba en Beda Littoria, sino celebrando su cumpleaños en Roma. Lo más que podía haber logrado Keyes aquella noche doblemente tormentosa era matar al jefe de intendencia del Afrika Korps. Por suerte no vivió para saberlo.
Rommel, la guerra sin odio y el té a las cinco en el desierto
ROMMEL REACCIONÓ a la noticia del ataque de los comandos -ese Ha llegado el águila a la inversa- con una deportividad paradójicamente muy británica. Ordenó que el cuerpo de Keyes fuera enterrado con todos los honores en el cementerio militar de Bengasi. No en vano Rommel pregonizaba la krieg ohne hass, la guerra sin odio, en África (véase la más moderna biografía del general, de David Fraser, publicada en España en 2005 por La Esfera de los Libros). Pese a que la guerra en sí fue tan espantosa como en cualquier otro sitio, parece que realmente hubo cierto espacio para la caballerosidad. En sus memorias, el coronel Hans von Luck (Panzer Commander, Dell Publishing, 1991) explica que su batallón de reconocimiento y el 11º de Húsares y los Royal Dragons británicos a los que se enfrentó detenían las hostilidades en el desierto a partir de las cinco de la tarde. Aunque el historiador Antony Beevor, que fue miembro del regimiento de húsares, puso en duda ese acuerdo de tea time en una conversación con quien firma estas líneas.
A Rommel, por supuesto, no hizo falta que lo matara Keyes. Lo hizo el propio Hitler por la vía de obligarlo a suicidarse. No deja de ser una ironía que Keyes tratara de cargarse a un general que al cabo iba a conspirar contra el Führer.
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