Minigolf a palo seco
La llamaron Gran Barcelona, con esa retórica de alto presupuesto de las cosas municipales, pero estaba hecha de cosas generalmente pequeñas. Gente bajita. Pisos liliputienses. Sueldos mínimos obtenidos en grandes fábricas. Coches menudos para quienes podían motorizarse sobre cuatro ruedas y motos chiquitas para quienes sólo podían aspirar a dos. Los problemas, grandes; las alegrías, pequeñas. La cerveza en cañitas, el vino en chatos y las quisquillas en platillos de aceitunas. Hasta la ropa parece venirles algo justa a esos vecinos que han desescombrado unos metros cuadrados de solar para convertirlo en pista de minigolf. Green, pat, caddy, handicap, golpes bajo par, 18 hoyos, Open, swing... Qué pintan aquí todas esas palabras soleadas y elegantes, en este rincón del extrarradio, en esta esquina irregular de la Gran Barcelona, donde todo lo bueno es diminuto y las hostias de la vida se miden a gran escala. Son palabras que se quedan en los siempre verdes suburbios dorados, junto a la hípica, el colegio suizo y el aeroclub.
Esto es minigolf a palo seco, de solar pedregoso, muros mal revocados y pintadas subversivas. Un entretenimiento de extrarradio que no prosperó
Me gusta ese portal oscuro de la izquierda, y la ventana de barrotes sin pintar, sin geranios perfumados ni pava que pelar. Me gustan por sí mismos y por esa leve deformación del gran angular, que da a ese lado de la calle un aire de pintura metafísica, un toque a lo Chirico. ¿Metafísica? Otra palabra que también queda bastante lejos, cuando la física es precaria. O no tanto. Ya hay bastante metafísica con no pensar en nada, meditaba Alberto Caeiro... ¿Caeiro? ¿El señor de Lugo que está de encargado en el almacén de tubos? El mismo que viste y calza. Pantalones de tergal y zapatos de rejilla. Y Kiriko, el gallo.
No sé si el modo de agarrar el palo del golfista de pantalón blanco es muy ortodoxo, con la mano derecha baja y el índice siguiendo el palo, igual que se enseña a los niños a coger el lápiz. Pero tampoco es ortodoxo el banderín que indica la situación del hoyo: un señor regordete de pelo crespo y jersey a cuadros. Imagino que sus pies en ángulo enmarcan el hoyo excavado en la tierra, y que valen los conseguidos de rebote. Lo que sé es que nadie mira la Leica de Guerrero, un objeto tan exótico como el palo de golf sobre el que se concentran todas las miradas. Debió de pasar lo mismo el día que el Seat 127 llegó al barrio. ¿O es un 133? Poco importa, porque todo el mundo le da ahora la espalda al auto aparcado, absortos en un momento de suspensión temporal captada en una centésima de segundo. Un señor come pipas, una señora se suena los mocos y los hermanos mayores sujetan a los pequeños para que no estorben. Vendrá un sonido seco, clac, y la pelota saldrá dando gozosos saltitos, porque con ese suelo es imposible que ruede lisa y llanamente. Aquí no hay aros de dificultad, ni curvas aperaltadas ni otras zarandajas de minigolf convencional. Esto es minigolf a palo seco. Minigolf de Gran Barcelona, de solar pedregoso, muros mal revocados y pintadas subversivas. Un entretenimiento de extrarradio que no prosperó. La primera edad siguió catapultando las canicas de cristal con índices y pulgares y la última lanzando sus bolas de acero a base de manos reumáticas y balanceos de torso. Eso no fue más que una excentricidad sin otro futuro, gran futuro, que la magnífica instantánea que tomó Guerrero.
Y aún hay algo más. Una palabra grande escrita sobre el muro de la gente pequeña: solidaridad. La calva del señor del jersey claro tapa el final y le pone la fonética andaluza del habla de Guerrero. Porque las fotos de Guerrero suelen hablar de esta gran verdad: en un mundo donde los pequeños pintan poco la solidaridad es igualmente necesaria, ya se pronuncie con zeta final, con te catalana o con la a seca del sur.
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