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LA VENTANA DE GUERRERO
Columna
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El vaso de agua

Rafael Argullol

El vaso de agua: me acuerdo bien. Y en el recuerdo va acompañado del sonido chirriante de cadenas y del lamento prolongado de la saeta. La Semana Santa era siempre un periodo especial. No podíamos considerarlo de ningún modo sólo vacaciones, como imagino que es propio de cualquier niño actual. Eran demasiado cortas en relación con la prolongada generosidad del estío y estaban demasiado repletas de signos inquietantes. Aunque no comprendiéramos cabalmente el significado religioso de aquellos días, sí teníamos suficiente cabeza -y vista y olfato- para saber que aquellos ritos que nos rodeaban exigían algo de respeto y mucho de temor.

Teníamos, por ejemplo, que ir a "visitar monumentos", una extraña proclama que con frecuencia se oía en boca de tías y abuelas. "Visitar monumentos" consistía en dejar de jugar para ir a unas cuantas iglesias. Una vez arrodillados en los reclinatorios se trataba de concentrarse y rezar en un ambiente más bien tétrico de cirios, incienso y oscuridad. Era difícil rezar porque era difícil comprender todo aquello que se nos decía que estaba sucediendo, con un hombre muerto y resucitado que además, se insistía, estaba expuesto ante nosotros. Todo era demasiado incierto y confuso pero, al repetirse año tras año, tenía su gracia eso de "visitar monumentos", yendo con la bicicleta de iglesia en iglesia.

Varios hombres cargaban con cruces. Uno en particular arrastraba una que debía de pesar mucho. Sudaba. Alguien le alargó un vaso de agua

Como también lo tenía el galimatías de los ayunos y las abstinencias que se habían prolongado durante toda la Cuaresma y tenían su apoteosis en Semana Santa. Entre las tías, que recomendaban una cosa, y el colegio, máxima autoridad en la tierra, que había ordenado otra, se hacía difícil saber cuándo había que comer carne, cuándo pescado y cuándo simplemente se trataba de pasar hambre. Además, todo se complicaba más todavía si teníamos en cuenta la cuestión de las bulas, una suerte de exención de impuesto del alma, que hoy ya nadie sabe lo que es pero que entonces era decisivo (un asunto, por si fuera poco, mezclado con el diabólico Lutero).

Sin embargo, la auténtica culminación de la Semana Santa eran las procesiones. En aquellos años había muchas, por todos lados, cada una con sus hábitos y capirotes de distinto color. Una vez, a los ocho o nueve años, participé en una de esas procesiones, asfixiado por un capirote azul y con un cirio en la mano. Me preocupaba mucho que la cera ardiente no me quemara la mano, creo que enguantada. Lo otro era difícil tomárselo en serio, como años después me costó tomarme en serio la Semana Santa de Sevilla, un buen escenario, no obstante, para una película de terror con claustrofóbicos y agorafóbicos.

Pero hubo excepciones al caos más o menos festivo. Escuché por primera vez una saeta y me impresionó mucho. Una anciana apareció en un callejón y, de improviso, entonó un canto lúgubre, penetrante, que tuvo la virtud de paralizar todo el cortejo. Cuando cesó la saeta ya nada era igual. Luego pasaron por mi lado varias mujeres descalzas, arrastrando cadenas. Aquello parecía terrible. A continuación, varios hombres disfrazados de Cristo cargaban con cruces. Uno en particular arrastraba una horrible cruz que debía de pesar mucho. Sudaba. Alguien del público que contemplaba la procesión le alargó un vaso de agua como el de la fotografía. En mi condición de niño era poco dado a la compasión y quizá aquel vaso de agua representó para mí una primera oportunidad de intuir su grandeza.

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