Un acceso de fiebre
El taxista tenía las pupilas dilatadas y hablaba sin parar, por lo que imaginé que había tomado alguna sustancia estupefaciente. Me explicó que los edificios, si las cosas fueran como Dios manda, deberían arder de abajo arriba y no al revés. Imaginé al fuego subiendo perezosamente por la escalera de servicio, asomándose a cada piso para ver el trabajo a realizar. De acuerdo con la versión del taxista, el fuego es más organizado que un jefe de departamento. Quema primero los papeles; luego, el plástico; después, la pintura... Cuando acaba con lo inflamable, se dedica a lo ignífugo:
-No hay nada demasiado ignífugo para un fuego profesional -dijo mirándome a través del retrovisor-. Si los bomberos no lograron atajar el incendio del Windsor, es porque actuó sin pautas, como un fuego loco, un fuego sin ley.
-¿Y eso?
-Por lo que le he dicho, hombre, porque empezó por arriba y fue bajando, cuando todo el mundo sabe que al fuego no le gusta bajar. Si lo hace es porque no le dejan otra salida o porque, en vez de echarle agua, le echan gasolina.
-¿Qué insinúa?
-Yo no insinúo nada, lo que le digo es que en la naturaleza del fuego está ascender. No le afecta, como a nosotros, la fuerza de la gravedad.
El hombre tenía toda una teoría sobre el incendio del Windsor. Lo comparó con un acceso de fiebre porque la fiebre, dijo, comienza en la cabeza. Recordé a un entrenador de fútbol que recomendaba a sus jugadores salir al campo con unas décimas, para estar más creativos. ¡Vive Dios que el Windsor se incendió creativamente! Nos mantuvo despiertos toda la noche, como un best seller. Recuerdo perfectamente el momento en el que empezaron a estallar los ojos del edificio, dejando entrever los primeros huecos de la calavera. La gente se lanzó a la calle para fotografiar las cuencas vacías del inmueble. A las tres de la madrugada estaba la Castellana como a las doce del mediodía. Fue la Madame Bovary de los incendios. Por fin estábamos a la altura de la ficción universal (El coloso en llamas y todo eso). La prensa habló del espectáculo dantesco, del pavoroso incendio, de las voraces llamas... Cuanto más original era el fuego, más necesidad teníamos de recurrir a los tópicos: nos faltaban palabras.
Al amanecer, por encima de los edificios de la ciudad asomó, todavía humeante, la calavera del inmueble, de la que esta fotografía es una muestra. Se había quedado sin ideas, sin cerebelo, sin bulbo raquídeo. Había perdido las neuronas, la sinapsis, los circuitos eléctricos, pero todavía nos miraba asombrado desde sus ojos huecos, como un antepasado. Todo en él era hueco: allí estaba el agujero de los ojos, el de las fosas nasales, el de la boca sin dientes... Las autoridades hacían declaraciones con el esqueleto del monstruo a sus espaldas. Pero a día de hoy, aun sabiendo que se nos quemó algo importante, no sabemos qué. En cuanto al taxista, no logré averiguar qué estupefaciente había tomado, pero daba gusto oírle.
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