Y sin embargo
¿Cómo llega la información a las favelas de Brasil, a los suburbios subsaharianos, a las estrechas calles del Magreb? ¿Cómo a los pueblos de Rumania, Pakistán o Ecuador? No me pregunto por los medios técnicos de su difusión, sino por su contenido, por lo que dice acerca de nuestras sociedades. En realidad, lo que me estoy preguntando es qué y cuánto saben de nosotros las personas que un día cambian todo lo que poseen por un pasaporte falso, o que se suben a una patera para cruzar el Estrecho, o que, en mejores condiciones, buscan el contacto que les haga entrar y quedarse. ¿A qué clase de mundo creen que se dirigen? ¿A cuál aspiran?
La violencia, la discriminación o la miseria tienen una expresión exterior. Los medios de comunicación nos ofrecen, a diario, pruebas concretas, visibles, de las razones que empujan a esas personas a marcharse de sus casas. No tenemos que imaginar; sabemos de sobra de lo que huyen o lo que necesitan dejar atrás. Lo que esperan, en cambio, no podemos verlo. La esperanza se vive en la intimidad, va por dentro. ¿Qué espera cada uno de esos hombres y mujeres que se juegan la vida en una embarcación ruinosa? (Cada vez viajan más mujeres y niños en las pateras, lo que indica que la desesperación y la miseria en muchas regiones del mundo van a más y que crece el grado de vileza de quienes están dispuestos a lucrarse con ello; la feminización de actividades y procesos es, muy a menudo, signo de agravamiento y mal pronóstico). ¿Cómo conciben esas personas su nueva vida?
¿Qué condiciones para la felicidad imagina quien ha tenido tan pocas oportunidades de ser feliz? ¿Cómo sueña la libertad quien a lo largo de su vida sólo ha padecido opresión, violencia, atrocidades? ¿Cómo la justicia? ¿Qué relación con lo material anhela quien nunca ha tenido nada? ¿Cómo se representa la saciedad o la variedad quien sólo ha conocido el hambre o comer por debajo de sus deseos? ¿Es posible sentir curiosidad cuando se ha tenido casi siempre miedo?
De todo eso no sabemos nada. En los telediarios los viajeros de las pateras nunca hablan. Les vemos tomar sopa, o mirar al cielo o a la cámara con una expresión extenuada e indefensa; les vemos llorar o cubrirse con una manta prestada. O directamente no les vemos porque están metidos en bolsas de plástico, o se los ha tragado el mar y sólo representan un número, aproximado. Nunca hablan de sus deseos en los telediarios, pero podemos imaginar que ellos y los otros, los que han tenido más "suerte", aspiran de un modo general a una vida mejor y creen que aquí van a encontrarla, porque éste es un mundo mejor. Eso les han dicho o eso piensan o con eso sencillamente sueñan en las favelas, los barrios miseria, las aldeas perseguidas o los campos que la sequía o las plagas han vuelto inhabitables. O en escenarios menos extremos, pero donde las circunstancias políticas o económicas no dan para vivir dignamente.
No sé tampoco si esa información esperanzadora va acompañada de otro tipo de datos más realistas, de referencias al lado oscuro de la inmigración (la explotación de la economía sumergida: en Euskadi el 45% de los inmigrantes trabaja en negro; las discriminaciones, o las dificultades para conseguir una vivienda incluso con papeles y contrato laboral). Sólo sé que está ahí la confianza en una vida mejor, en un mundo mejor. Mucho mejor, donde ciertas cosas pasan y otras no pueden pasar. Y sin embargo,... Un familiar de Jean-Charles de Menezes, el joven que la policía londinense mató tras los atentados, declaró que el joven había huido de aquellos hombres de paisano que le perseguían seguramente porque había crecido en las favelas de Sao Paulo, donde reinan las bandas criminales y donde los índices de mortalidad violenta son más altos que en muchas zonas en guerra. Pero es posible que no se detuviera porque le acababa de vencer el permiso de residencia, y porque pensó que si de verdad era la policía quien venía detrás, nunca le dispararían a matar. Que eso no era posible. Que esas cosas no pasan de este lado del mundo. Y sin embargo...
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