Un policial de ideas
Iris Murdoch definió Amigos y amantes como "una de mis novelas más abiertas". Es, desde ya, un comentario tan críptico como travieso. Porque está claro que Amigos y amantes no es muy diferente de cualquiera de sus otras novelas. Y vaya uno a saber cuáles eran para Murdoch sus novelas más herméticas.
Lo que sí puede argumentarse a la hora de adjudicarle cierta -en el mejor sentido- ligereza, es que aquí Murdoch sucumbe a una tentación frecuente entre los grandes nombres de la literatura de su época y de su imperio: escribir un policial.
Así, Amigos y amantes arranca como lo que en principio parece ser un thriller bien british -el disparo de largada resuena en un despacho de Whitehall- para, enseguida, convertirse en otra cosa. En algo que no puede sino ser -abierta o cerrada- otra formidable novela de Iris Murdoch. Digámoslo: Amigos y amantes comienza con un suicidio, continúa con episodios de satanismo, presencias fantasmagóricas y míticas, y concluye con niños avistando un ovni como esperanzador Deus Ex Machina porque, dicen, seguro que son "buena gente" y "como nosotros". ¿Quién da más?
AMIGOS Y AMANTES
Iris Murdoch
Prólogo de Álvaro Pombo
Traducción de Andrés Bosch
Lumen. Barcelona, 2005
544 páginas. 22 euros
Entre uno y otro extremo, claro, se reconocen rasgos inconfundibles. Y la enumeración aquí no es gratuita y sí pertinente; porque las novelas de Murdoch mejoran y se potencian por acumulación.
A saber: 1. Atardeceres y mareas. 2. Guiños de antiguos dioses. 3. Sentimientos cruzados y sexualidad enredada. 4. Incidentes domésticos (la amputación de un pie) y catástrofes universales (Dachau). 5. El inevitable perro (que aquí se llama Mingo) como testigo de las animales acciones de los humanos. 6. La fascinación un tanto décontracté por el budismo zen y sus alrededores (los iniciados detectaran una tan admirada como admirable reescritura de un episodio de El relato de Genji). 7. Las alusiones a algún pintor clásico (que aquí es Bronzino). 8. Abundantes disquisiciones filosóficas y metafísicas (sombras de Canetti y Wittgenstein) girando alrededor del deseo, del dolor, y del deseo de causar dolor. 9. La comprensión de que lo verdaderamente sobrenatural reside dentro y no fuera de los hombres. 10. La certeza de que nunca habrá un mayordomo a quien acusar.
Todo esto -un policial no de
acción sino de ideas- presentado con el cerebral frenesí de una sucesora cum laude del teatral William Shakespeare (uno de los mejores pasajes se pregunta por qué jamás escribió una obra sobre Merlín), pasado por el filtro novelístico de León Tolstói con una ambigüedad muy Henry James.
Intentar un resumen de la trama -y esto es un elogio- es mucho más difícil. Porque las intenciones de Murdoch, aquí y siempre, son las de crear todo un mundo donde volver a escenificar ese eterno duelo entre el Bien y el Mal que nunca bajará de cartel. A esto apunta el título original -The Nice and the Good- proponiendo la opción entre lo apenas bueno y lo más trascendentalmente benéfico para recién después presentar batalla a una maldad sin dudas ni grietas: una maldad paradójicamente íntegra. A tal disyuntiva debe enfrentarse el triángulo protagónico -Octavian Gray, su esposa Kate y el detectivesco John Ducane: compañero de trabajo de Gray, amor platónico de Kate y, quizá, hijo de una sirena- acompañado por un nutrido reparto. Un elenco en el que abundan, como de costumbre, luminados y oscurecidos -inteligentes y cultos hasta en la estupidez y la ignorancia- que no dejan de invadir y asediar la casa de los Octavian en Dorset.
Cerca del final, alguien propone
la explicación para el misterio definitivo: "Amar, reconciliar, perdonar, esto es lo único que tiene importancia. Todo poder es pecaminoso, y toda ley es frágil, la única justicia radica en el amor, radica en el perdón y la reconciliación, no en la ley".
En cualquier caso, a las pocas páginas de Amigos y amantes, poco y nada importaba ya por qué o quién lo hizo. Lo que vuelve a imponerse aquí es el renovado milagro de un enigma: ¿cómo es que lo hace Murdoch? La solución se encuentra entre líneas, entre muertes y entre vidas y en todos y cada uno de sus libros donde para nuestro placer -y para el inconsolable pesar de Sherlock Holmes- nada es ni nunca será elemental.
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