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LA VENTANA DE GUERRERO
Columna
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Robar el alma

Granada, por la parte de Guadix, finales de los años noventa. La España de la tecnología, la prisa y los ejecutivos queda muy lejos. "Vi un jolgorio en una de las cuevas en las que viven los gitanos. Una boda, creo. Era un espectáculo fascinante, pero me pareció irreverente sacar la cámara, aunque estaba deseando hacer fotos", dice el fotógrafo.

Hay que conocer a Joan Guerrero para comprender ese estilo de entender el oficio: un fotógrafo no puede arrebatar la intimidad de sus personajes sin que ellos mismos lo consientan. "Los indios decían que una foto les quitaba el alma", aclara. No sólo los indios, Helen Fielding, la famosa creadora de Bridget Jones, no se deja hacer fotos, según ella, por el mismo motivo. El alma es, pues, lo que buscaba el objetivo de nuestro fotógrafo mientras permanecía allí, quieto, educado, disimulando su fascinación por el derroche de humanidad exhibido en la reunión gitana.

El alma es lo que buscaba el objetivo de nuestro fotógrafo mientras permanecía allí, disimulando su fascinación por el derroche de humanidad exhibido en la reunión gitana

"En estas, una vieja empezó a bailar y me invitó a salir para hacerlo con ella. Yo no soy nada bailongo, más bien me encuentro muy patoso, pero salí, bailé y disfruté con ellos", cuenta Guerrero. Un baile, a lo gitano: una celebración de familia que invita a un forastero a bailar le introduce inmediatamente en el círculo mágico. La cámara, después de ese baile, apareció por sí sola, legitimada por la proximidad: ya no hubo límites, y Guerrero, que cuando habla con la gente la ve en colores suaves y cuando la mira la ve en blanco y negro, comenzó, con el contento de todos, a hacer fotos. Unas fotos en las que nadie sentía que le robaban el alma, sino que la mostraban con la confianza de quien vive con un igual: el fotógrafo ya no era un ojo indiscreto o un enemigo en potencia. En contra de lo que se piensa, no es fácil aceptar que una cámara participe y actúe en la vida como uno más. En las bodas payas la gente trata a la cámara como un dios. La obsesión por la imagen del mundo consumista es un conjuro al poder del ojo ajeno: la mirada fotográfica comercial se ha hecho para eso. En estos festines se encargan fotos en colores y éstas retratan maniquíes que posan y representan su papel: el alma desaparece, engullida por el rito de "hacerse la foto", que ése es el culto al dios imagen. El resultado de esos maratones fotográficos de los casorios es bien conocido: los tipos, los vestidos, las actitudes son intercambiables, todos han dicho "Luiiiis" a la perfección. Es una conocida puesta en escena que se repite hasta la saciedad y que difumina, en ese despliegue abrumador de flases y momentos inolvidables, todo lo relacionado con el alma. En esas fotos que duermen luego en los álbumes familiares consta que el alma, si alguna vez la tuvieron los maniquíes, ha sido engullida por la escenografía y el ritual. La cámara, por tanto, siempre fotografía lo mismo: pura industria.

No es éste el caso. Convertido en uno de ellos, el fotógrafo retrata almas que dialogan, que reposan, que contemplan, que descansan, que se quieren, que confían, que esperan relajadas acaso un nuevo baile. La cámara capta la vida sin más, las generaciones que se suceden, el espacio -limpio- y el tiempo detenido.

Ésta es una foto múltiple, hay, al menos, dos fotos en ella: una niña que se chupa el dedo y se toca un pecho. Una vieja y una mujer que se acarician con la frente en un gesto insólito, de comunicación primaria intensa y pausada. La vieja ya reposa de criaturas, un bastón la apuntala y traza una diagonal simbólica en el cuadro, la mujer acoge a la niña como parte de sí misma y la niña completa el abrazo. Es una escena de otra época de la España de ahora.

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