Cinco tesis sobre el terrorismo islamista
1. El terrorismo no es la guerra, aunque Bush haya constituido al terrorismo islamista en el componente esencial de la guerra permanente y universal en que nos ha metido. En el inmenso baúl histórico y semántico de que disponemos para acercarnos intelectual y políticamente al terrorismo no cabe encontrar elementos que nos permitan equiparar con pertinencia al terrorismo en cualquiera de sus formas con la guerra. Su condición de siniestra práctica violenta, el monstruoso ejercicio de destrucción que lo caracteriza no agotan su razón de ser ni cancelan la legitimidad que posee para sus autores, que se sienten al contrario ungidos por la misión histórica capital de restablecer la justicia en el mundo. Sea terrorismo popular y de base, sea terrorismo de Estado se trata siempre de un fenómeno político e ideológico cuya voluntad de ruptura pretende oponerse a la opresión y al despotismo que acaba confirmando y extendiendo.
2. El terrorismo cuyos primeros antecedentes Walter Laqueur sitúa en la secta de los zelotas toma pie en la sociedad contemporánea en la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del XX cuando por una parte los grupos nacionalistas radicales -irlandeses, macedonios, serbios, armenios etcétera- y por otra el movimiento anarquista -Italia, España, Francia, EE UU y sobre todo Rusia, con la Voluntad del Pueblo- generalizan lo que se ha llamado la filosofía de la bomba. Esta doble filiación terrorista continúa durante el siglo XX por una parte con la violencia nacionalista del Irgum sionista, del FLN argelino, del EOKA chipriota, del Mau Mau keniano, del IRA irlandés, de ETA en el País Vasco; y, por otra, con grupos religiosos como los Hermanos Musulmanes en Egipto y Jordania, los Fedayins en Irán, etcétera. La dimensión más importante es que con el desarrollo del proceso terrorista éste tiende a perder su carácter local e individual y deja de apuntar a objetivos limitados y concretos para convertirse en un comportamiento estrechamente ligado a condiciones ideológicas y societales.
3. El terrorismo islamista con su multicausalidad y con la globalidad espacial de su espectro es -no sólo por la visibilidad de sus acciones y su capacidad destructora, sino por las relaciones que revela entre Islam y modernidad, entre el mundo islámico y Occidente- la más acabada expresión de la forma de violencia política que corresponde a los procesos de transformación de las sociedades contemporáneas. Lo que asegura su persistencia y nos promete una larga convivencia con ella dramáticamente inevitable. Justamente por ello es un error pretender confinar el terrorismo islamista en el ámbito árabo-musulmán, localizándolo en Palestina, Afganistán e Irak. Su desterritorialización no es tanto función de la globalización económica cuanto de lo que califica Fred Halliday como rencor global, al que difícilmente escapan los 1.000 millones de musulmanes que se sienten explotados y humillados por la arrogancia de un Occidente que no sólo los ha sometido durante décadas a una perversa usurpación colonial, sino que les impone el doble baremo de la retórica de sus valores -democracia y derechos humanos- y de la práctica de sus acciones -Guantánamo, Abu Ghraib-.
4. La estructura organizativa de este terrorismo, desagregado y múltiple, hace muy difícil combatirlo, pues se trata de pequeños grupos que generan otros pequeños grupos, con pautas de comportamiento heredadas de su origen tribal, que los hace converger sin concertación explícita en los mismos objetivos y en las mismas prácticas de terror.
5. A Bush le debemos haber fijado con la ocupación de Irak el abceso terrorista para las próximas décadas y obligarnos a convivir con el terror político. Como nos recuerda Jean Marie Colombani en Le Monde, la responsabilidad de cada matanza en Bagdad, de cada carnicería en Irak que difunden las televisiones sobre todo árabes, se atribuyen por parte de los teleespectadores musulmanes no a los grupos suníes que los perpetran, sino a la ocupación norteamericana y a la hostilidad de Occidente. Esto que no corresponde a la realidad de los hechos corresponde a la fuerza de los símbolos. Sólo podremos acercarnos a la solución asumiendo la necesidad y la complejidad de un cambio radical de estructuras globales. En septiembre lo veremos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.