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La sociedad irritable

Repare el amable lector que no he utilizado la palabra "irritada" a la hora de referirme a la situación de la sociedad española actual. Si lo hubiera hecho, aludiría a una situación ya plenamente consolidada. Y creo que no es así. Por el contrario, lo de "irritable" lo que supone es un punto no ya tan definitivo. Es algo que puede ser. Un panorama que es susceptible de ir a más, pero que todavía no ha ido. Que falta algún factor para que la lleve a un estado consolidado, sin vuelta atrás. Casi sin remedio. Pero tengo para mí que, para la mejor comprensión de lo que hoy apunto, hace falta, aunque sea con brevedad, una mirada a nuestro reciente pasado. Sin ánimo de polémica y con toda la objetividad posible.

Cuando en 1936 estalla nuestra última guerra civil (por cierto, algo prematuramente convertido en controversia), lo que se enfrentan son dos partes bien delimitadas que hacía años dividían trágicamente a nuestra sociedad. Ciertamente, una de ellas helaría el corazón del españolito que naciera. La España del mono y la alpargata frente a la de la chaqueta y corbata. Una vieja canción de entonces ya lo pregonaba a voces: "¡Arriba los de la cuchara, abajo los del tenedor!". El cruel enfrentamiento entre quienes lo tenían todo y quienes nada poseían. Una muy grave escisión ideológica y, sobre todo, económica. Se ha estudiado poco el carácter de lucha de clase de este evento. Lucha en la que entran en juego, sobre todo en la España rural, envidias asentadas durante años. Recelos. Denuncias. Venganzas. La ira y el cainismo pudieran ser las notas definitorias, en gran parte, de aquella sociedad.

Unos años después, al final del franquismo, el panorama ha cambiado sustancialmente. Durante los años sesenta y setenta se ha ido consolidando una nueva clase media que va a ser la auténtica protagonista de la transición. Para este importante colchón social y ante la ausencia de una asimilada ideología del franquismo que no tenía más norte que la permanencia mientras viviera a quien se debía una "lealtad inquebrantable" (el mismo Franco sabía que no habría franquismo sin su presencia), para esta nueva clase media, digo, lo que importaba era que no se volviese al pasado. Que no se perdiera lo que poco a poco había conseguido: el hijo en la Universidad, el coche familiar, el veraneo bien merecido, el orden que todo lo garantizaba, etc. Hacía tiempo que se había olvidado lo de las filas prietas y las montañas nevadas. El encubierto capitalismo y la poderosa tecnocracia habían ganado silenciosamente la batalla. Con algunas excepciones, naturalmente. Pero el "espíritu del 18 de Julio" y la "reserva espiritual de Occidente" ya habían sido barridos por el milagro del turismo con sus nuevas costumbres y por la permanente idea del desarrollo económico. Primaba lo que Julián Marías llamara la "noluntad". Y por ella y ante ella, casi nadie estaba dispuesto a sacrificar lo obtenido. Estábamos ante una burguesía conservadora no exenta de abundantes dosis de miedo. Se temía a los exaltados. Pero fallecido Franco, la única senda posible era la de una democracia que no pasara cuentas al inmediato pasado y que nos llevara a Europa. Los grandes partidos lo vieron pronto e, incluso renunciando a partes de sus iniciales idearios, cumplieron la gran función de acoplar sus demandas a lo que realmente quería la nueva sociedad. Aquí estuvo la clave del éxito de una transición en la que no existieran vencedores ni vencidos.

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Todo lo dicho nos lleva a la mejor comprensión de la sociedad actual. No defensora de ninguna "revolución pendiente". No amiga de revisiones al inmediato pasado. Defensora de la democracia y profundamente enemiga de la violencia, como en no pocas ocasiones ha puesto de manifiesto. Resignada ante instituciones, costumbres y circunstancias que pueden hasta no gustar demasiado, pero que ahí están y seguirán estando mientras no molesten en demasía. El globalizado consumismo ha impuesto su reinado, por deleznable que a algunos nos parezca.

Entonces, por qué "irritable". Muy posiblemente por cierto divorcio entre ella misma y quienes asumen el poder. Entre políticos y ciudadanos. Ciertamente, los políticos nacen y surgen de la misma sociedad. Y, como hace tiempo señalara el maestro Duverger, en todo político hay siempre una parcela de sano intento de servir a los demás y otra parcela de ambición en el uso del poder. De aquí que no quepa una descalificación general de la política, ni de los políticos.

Pero lo que no cabe olvidar es la insoslayable obligación que todo político tiene de ejercer una cierta pedagogía válida para su entorno. Y en esta labor lo que no cabe es crear demandas artificiales. Osadas. Peligrosas. Los ejemplos serían numerosos. En las últimas elecciones en el País Vasco ya resultó derrotado el delirio del llamado plan Ibarretxe, con su idea de "Estado asociado" y soberanía propia. ¿Y cuántos catalanes creen de verdad que Cataluña es una Nación? Me gustaría conocer alguna encuesta al respecto. ¿Y en Galicia? ¿Y cuántos en la imposición de una "lengua propia"? ¿Cuántos en una autodeterminación para separarse de España? ¿Cuántos en una "segunda Transición" para "purgar" al franquismo? Me atrevo a afirmar que, en estos momentos, lo irritable se encuentra en la zona de cuanto afecte a los principios de la unidad nacional y de la igualdad entre sus partes. A la corta o a la larga.

La afirmación de que en una democracia se puede defender cualquier cosa puede que sea acertada. Y digo "puede" porque no estoy muy seguro de ello. Y, por supuesto, en toda democracia tiene cabida el conflicto, incluso como algo positivo que se tiene que asumir, según apuntara el maestro Dahrendorf (el régimen totalitario lo reprime, y el autoritario lo ignora). Pero hay siempre que tener buen cuidado en lo que se lanza y ahí queda. En la calle. Y en una democracia, la calle expresa, reivindica y puede agrupar los cientos o miles que se quiera. Pero nunca legitima. Esto último corresponde exclusivamente al Parlamento. No cabe el dilema entre los votos y las pancartas.

Y cuando esto no se tiene claro, los políticos deben abstenerse de lanzar slogans, gritos y reclamos que lleven a la ira. Al contrario, deben ser meticulosos celadores y distinguir entre lo que se demanda (¡Una vez más mi apuesta por ensanchar las vías de participación directa!) y la forma de hacerlo. Si no es así, iremos a una sociedad irritada. Que puede llegar hasta una peligrosa irritación contra la misma democracia. Ejemplos históricos los hay a montones en nuestra azarosa vida política.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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