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El lenguaje de la revolución

José María Ridao

Quizá uno de los signos más incontestables del error de perspectiva en el que estamos incurriendo tras los últimos atentados terroristas resida en el hecho de que, como ocurrió tras los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono, creemos que la paz y la estabilidad mundiales dependen de que seamos capaces de explicar cuestiones en buena medida accesorias, como de qué fuentes procede la ideología que invocan los terroristas o por qué están dispuestos a suicidarse al perpetrar sus crímenes. Nos hemos precipitado así en una interminable controversia, reiniciada con ocasión de cada nueva matanza, entre quienes sugieren conjurar el peligro haciendo que, en resumidas cuentas, el Estado democrático controle las interpretaciones de determinados textos religiosos y quienes, desde otro extremo, entienden que el remedio consiste en revisar la política de las principales potencias hacia Oriente Próximo, guiada por un insostenible doble rasero.

A estas aproximaciones, ya suficientemente enrocadas durante los últimos años, ha venido a sumarse otra que, bien mirado, tendríamos que haber echado de menos, como si en esta feria de expertos de todos los saberes que ha convocado la grave crisis que estamos atravesando, en este inquietante preámbulo de algo que ni siquiera nos atrevemos a pronunciar, debiera haber ocupado plaza de honor desde hace tiempo. Bajo el hermoso aunque escalofriante título de Los combatientes suicidas y, sobre todo, de Los amantes del Apocalipsis, Bruno Étienne ha querido recordar que, junto a las explicaciones teológicas, junto a la invocación de las injusticias cometidas por las principales potencias en Oriente Próximo, también es posible recurrir a Freud y los conocimientos sobre el subconsciente para explicar lo que está pasando.

La abrupta y en verdad llamativa irrupción de Étienne en una controversia en la que las trincheras no consiguen avanzar ni retroceder una pulgada permite comprender que, en efecto, cualquier especialidad, cualquier saber o disciplina, está, a lo que parece, en condiciones de aventurar su propia y peculiar hipótesis sobre las razones por las que ciertos individuos han decidido coaligarse con el monstruoso propósito de matar y morir bajo la invocación del islam. Pero debería llevar a comprender, sobre todo, que lo que éstas y otras hipótesis tienen en común, lo que las convierte en simples variaciones de un único argumento, de una única y tal vez estéril obsesión, es el hecho de que todas ellas se concentran sobre el mismo tramo del problema: el que precede a la formación de una ideología a la vez suicida y criminal, y no el que va desde esa ideología, ya formada, hasta el proyecto de poder que pretende llevar a cabo. Limitado de tal manera el análisis, nada tiene de extraño que con cada nuevo atentado regresen, como una inalterable letanía, los tópicos acerca del nihilismo de los terroristas, del odio fanático que nos profesan, de la furia ciega con la que pretenden destruir "nuestros valores". En definitiva, damos vueltas y más vueltas a la pregunta implícita de por qué hacen lo que hacen, pero dejamos rigurosamente sin respuesta la que tal vez resultaría decisiva para desactivar el pavoroso polvorín que estamos construyendo: la pregunta de para qué lo hacen.

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Lejos de tratarse de una mezcla de arcaísmo en los fines y modernidad en los medios, como tantas veces se ha dicho, Al Qaeda es, a los efectos que deberían importarnos, un movimiento revolucionario; es decir, un movimiento que, por emplear términos ya consagrados, afirma haber encontrado en los musulmanes discriminados u oprimidos el "sujeto histórico de cambio" y que, en consonancia con este hallazgo, pretende encabezar en su nombre una sustitución absoluta y radical del orden político, primero, en los países árabes y musulmanes, y después, si las fuerzas alcanzasen, en el resto del mundo. La parafernalia con la que sus militantes se rodean no pretende la recuperación de ninguna tradición ni ninguna cultura o civilización islámicas, sino una extravagante iconografía de nuevo cuño con cuyos emblemas y distintivos aspiran a ser identificados no como creyentes, sino como miembros de la organización y combatientes de su causa. De igual manera, sus estrategias no están especialmente inspiradas por los textos religiosos, sino que se ajustan a los códigos de conducta de los movimientos revolucionarios, los de hoy y los de siempre: convertir la minoría en vanguardia, desencadenar una espiral de acción y reacción para ampliar las bases de apoyo, agudizar las contradicciones del enemigo para contrarrestar su superioridad económica y militar.

Como movimiento revolucionario, el mayor triunfo de Al Qaeda hasta el momento es el de habernos convencido de que el terrorismo es el principal riesgo al que nos enfrentamos, el de haber logrado que concentremos toda nuestra atención y todas nuestras fuerzas en ese trágico señuelo, sin advertir que, al hacerlo así, no sólo descuidamos, sino que empezamos a entregarles la partida en el tablero en el que sus dirigentes quieren jugarse su futuro y el futuro de todos: el del rearme y, más en concreto, el de la proliferación nuclear, a la que más pronto o más tarde esperan incorporarse. Los atentados de Londres resultan, desde esta perspectiva, más que ilustrativos, clarificadores. Buena parte de los representantes políticos y de los observadores que se pronunciaron sobre la matanza, el pasado 7 de julio, pusieron de manifiesto la habilidad de los asesinos para perpetrarla coincidiendo con la inauguración de la cumbre del G-8 y la elección de Londres como sede de las futuras olimpiadas. A poco que se reflexione con serenidad, se advertirá que no necesitaban demasiadas luces, sino más bien ningún escrúpulo, para señalar una fecha en la que se sabía de antemano dónde estarían puestas todas las miradas.

La verdadera habilidad de los asesinos, su repugnante cualificación para la táctica quedó patente, por el contrario, en el hecho de que fueran paquistaníes de origen, y no militantes de cualquier otra nacionalidad, quienes se encargaron de transportar y activar las bombas. En un país y una ciudad donde no existe la obligación de ir documentado, los terroristas llevaban encima papeles que acreditaban sin asomo de duda sus identidades. Comprometidos ya con Al Qaeda, viajaron sin ocultarse a Pakistán y dejaron meticulosas huellas de cada uno de sus pasos en aquel país. Por otra parte, la red que los acogió y que les dio las instrucciones no hizo nada por borrar las pistas. En estas circunstancias, ¿es mucho suponer que los dirigentes de Al Qaeda pretendían colocar frente a frente, o por expresarlo en términos propios de los movimientos revolucionarios,agudizar las contradicciones entre el Gobierno de Londres y el de Islamabad, como antes intentaron con los de Washington y Riad o con los de Rabat y Madrid? Si a petición del Reino Unido -debieron de calcular los dirigentes de Al Qaeda-, el general Musharraf emprendiese una dura represión, sería su régimen el que podría perder apoyos en el interior; si no lo hiciera, lo que peligraría serían sus relaciones con el Reino Unido y, en general, con ese grupo de países impíos que, según los terroristas, lo sostienen.

Por descontado, en el trasfondo de esta estrategia se encuentra el hecho de que Pakistán dispone del arma nuclear y de que quien gobierne en Islamabad será su dueño. Llegar a hacerse con esa ciudad y lo que ello conlleva sería una de las mayores victorias de Al Qaeda, y de ahí la presión constante que ejerce sobre Pakistán y sobre el régimen del general Musharraf. Pero, entretanto, sus dirigentes no renuncian a otros objetivos secundarios aunque capaces de hacer que la causa principal siga avanzando, como desestabilizar cuantos gobiernos se pongan a su alcance, desde Arabia Saudí a Indonesia, desde Egipto a Marruecos. Los atentados que han perpetrado y que perpetran en estos países, como los recientes de Sharm el-Sheij, se inscriben, no en el mandato de textos religiosos, no en las injusticias padecidas por otros musulmanes en Irak y Palestina o en procesos subconscientes que haría aflorar el psicoanálisis, sino en un propósito de hacerse con el poder a través de métodos revolucionarios; es decir, intentando desencadenar mediante crímenes y acciones violentas una espiral, ya sea económica, ya política, de cuanto peor, mejor. Una vez más, la trampa o, por retomar de nuevo los términos revolucionarios, la contradicción a la que debería enfrentarse cualquier país europeo que corriese en ayuda de alguno de estos regímenes sería la de confirmar, de acuerdo con las previsiones de Al Qaeda, que el odio al islam pesa más que el compromiso con la democracia. Que, en definitiva, Occidente se contradice y, al contradecirse, se debilita y se traiciona.

Morir en el metro de cualquier ciudad europea se ha convertido, sin duda, en uno de los principales y más justificados miedos de nuestros días, y es preciso que los gobiernos, y con ellos, los ciudadanos, adopten dentro de la legalidad democrática cuantas medidas sean necesarias para conjurarlo. Ahora bien, no se debería confundir ese miedo con el principal riesgo del siglo XXI, no se debería aceptar la idea de que nuestro futuro se juega en la lucha, o peor aún, en la guerra contra el terrorismo, en la que ahora también la policía parece autorizada a prescindir de la ley, como los ejércitos de las Convenciones de Ginebra, con sólo invocar la noción de daños colaterales cuando abate por error a un inocente. Antes por el contrario, nuestra suerte se juega, se está jugando ya, en la consolidación de nuevas doctrinas políticas y militares que están zapando la legalidad democrática y la legalidad internacional; también en el rearme y la proliferación nuclear en que estamos embarcados con la sonámbula intención de combatir así el terrorismo. En realidad, ésos son los principales instrumentos con los que Al Qaeda cuenta para, volviéndolos del revés a través de atentados y matanzas, llevar a cabo su proyecto de poder.

Si por persistir en un error de perspectiva, si por encerrarnos en una única y tal vez estéril obsesión, si por seguir preguntándonos el porqué de las matanzas en lugar del para qué, Al Qaeda llegara un día a realizar ese proyecto, el designio último del lenguaje de la revolución se habría cumplido, y las esperanzas de paz y libertad de toda una época habrían sido brutalmente canceladas.

José María Ridao es embajador de España en la Unesco.

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