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Columna
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El alma de las cosas

El más insignificante de los objetos contiene su propia metáfora, la posibilidad de ser algo distinto de lo que es, una dimensión latente de símbolo. Como ustedes saben, Marcel Duchamp, en 1917, colgó un urinario invertido en la pared de una sala de arte y lo tituló La fuente. Aún hoy, muchos consideran aquella ocurrencia como el mayor hito del arte moderno. El urinario de Duchamp había dejado de ser urinario gracias a una astuta estrategia descontextualizadora, conforme a la convicción del artista de que no son los pintores quienes hacen los cuadros, sino los espectadores: el arte, en fin, como pura sugestión, al margen incluso del arte mismo.

Cualquier objeto posee la facultad mágica de trascender su condición de instrumento, su mera utilidad o su mera función decorativa, para instalarse en la realidad como un factor insólito, como una presencia inquietante y anómala. Una simple mochila, por ejemplo.

Entras hoy en el metro de una ciudad civilizada con una mochila y lo mismo sales de allí con siete tiros en la cabeza. Subes al autobús con una mochila y la gente comienza a rezar lo que sabe. Dejas abandonada una mochila en la acera de una calle céntrica y tienes la certeza que puedes recogerla intacta al cabo de un par de horas, porque nadie va a atreverse a tocar ese objeto de apariencia inocente que las circunstancias y la sugestión colectiva han transformado en un objeto aterrador, en un recipiente hechizado del que puede brotar a raudales la muerte, siempre dispuesta a ponerse cualquier disfraz.

A causa de una de esas derivas imprevisibles que toma la realidad de vez en cuando, la mochila ha pasado de ser un complemento básico para excursionistas a convertirse en un arma potencial de destrucción masiva, tras haber sido adaptada por muchos urbanitas como alternativa al maletín, ese maletín capaz de transformar a quien lo lleva en un pobre diablo a los ojos de los demás, sin duda porque el maletín, que durante un tiempo fue símbolo del poderío político o mercantil de quien lo llevaba, se ha convertido hoy en un símbolo ambulante del fracaso político o mercantil: ningún poderoso lleva ya eso, ningún triunfador se rebaja a andar por el mundo con un maletín, que ha quedado para traficantes de dinero negro, para agentes de seguros que pregonan a domicilio la fragilidad de la vida o para vendedores callejeros de Rolex falsificados en Taiwan.

La mochila representa el terror. El maletín representa la melancolía laboral. Qué rara trascendencia -tan intrascendente- la de los objetos, empeñados en transformarse en otra cosa, en significar algo al margen de su simple utilidad. Sales a la calle con una mochila a la espalda y te conviertes en un sospechoso inconcreto, en un posible factor de peligro, porque tenemos tendencia a acogernos al porcentaje más improbable de la estadística, temerosos de que el girar aleatorio de la ruleta del terror deposite la bola en nuestra casilla, en nuestro vagón, en nuestro autobús. Y, cuando una simple mochila nos despierta el pánico, la cosa es ya desde luego para echarse a temblar.

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