Desplomado a plomo
Una décima de segundo antes de que toda la muerte le abrasara los ojos y le esparciera el córtex encefálico por el andén, se le apareció una postal de Belo Horizonte con las viejas ciudades de oro y esmeralda, convertidas en casinos, hoteles y balnearios de lujo. Y más allá, del enmarañado universo vegetal de su infancia, una llamarada de juegos y ausencia enturbió la Vía Láctea. En una última chispa de sabiduría profesional supo que todas las vísceras, tuétanos y humores de su cuerpo constituían un formidable conductor capaz de transportar los electrones del obsceno asesinato hasta el origen de su propia estatura. Una décima de segundo después ya no era más que un despojo, una sustancia sin expresión ni latido, en medio de la sospecha, la perplejidad y los ritmos de una bossanova de María Béthania, que periódica e insistentemente sonaban entre la sangre y la bóveda del túnel: sólo el móvil había sobrevivido a tanta carnicería, y era una hora, una voz y un testigo implacable. Cierto que, durante las últimas semanas, el joven electricista brasileño, se desbocó por los subterráneos de Londres, en un sobresalto de gritos y explosiones, y hasta salió ileso de entre los cadáveres y los metales de un autobús reducido a chatarra. Pero estaba convencido de que lo alcanzarían, como lo alcanzaron, en Río, cuando apenas era un adolescente, los pistoleros de las haciendas, por donde se buscaba unos desperdicios de vida. Y lo alcanzaron, poco después, cuando acudía a su trabajo. De reojo, advirtió cómo le seguían unos individuos corpulentos y de mirada gris, y emprendió una carrera, sin comprender por qué aquellos terroristas lo hacían objeto de tanta fiereza. Alcanzó la estación de Stockwell y en uno de sus andenes sintió un tremendo empujón que lo derribó, luego aquellos tipos se abalanzaron sobre él y percibió sobre su frente el frío del acero. Una décima de segundo antes de que la muerte le abrasara los ojos y le esparciera el córtex encefálico, se le apareció una postal de Belo Horizonte ensangrentada de ocho balazos. En Scotland Yard, sir Ian Blair echó una bocanada de flema y comentó: primero, se tira a matar, y luego, a lo que venga.
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