Fanáticos
Hay quien cree que los únicos fanáticos que viven en España son los dirigentes islamistas que anhelan la muerte de todos nosotros y también de nuestra civilización pese a que ésta hoy por hoy se antoje afortunadamente invencible, como bien recordó Tony Blair hace unos días. Otras personas, menos unilaterales y más informadas también detectan fácilmente la enfermedad del fanatismo en los líderes nacionalistas más radicales, en sus intelectuales a sueldo o en sus mesnadas de jóvenes peor descerebrados.
Pero no sólo viven con nosotros esos fanáticos. Hay muchos más. Por ejemplo, los fanáticos cristianos, y no me refiero exclusivamente a los grotescos telepredicadores, o a esas sectas que anuncian de vez en cuando el final del mundo, hasta ahora sin éxito en sus predicciones. Me refiero a los fanáticos católicos. Porque también los hay, ya lo creo, y es más, me pongo a temblar pensando en lo que sucedería en España hoy si, como en tiempos no demasiado lejanos, estas gentes tuvieran el poder que Franco les otorgó en pago al apoyo de la mayor parte de la jerarquía católica durante la guerra civil y la criminal postguerra.
Imaginé levas de jóvenes ultramontanos quemando libros de desnudos y resonaron de nuevo en mi memoria las puntillosas e infames descripciones de los castigos que el infierno reserva para el muchacho que sucumbe a la bella creatividad de un pensamiento impuro. Entreví grandiosos congresos eucarísticos; procesiones eclesiástico-castrenses; obligados rezos del ángelus en oficinas y autocares; montañas de hipocresía; amenazas veladas; óbolos extorsionados, tantos fervorines lamentables y, sobre todo, falta de libertad. Y aunque no dudo que la mayoría del clero católico es bondadoso y aun ejemplar, tampoco dudo que si la Iglesia ganara enteros en las áreas del poder serían otros clérigos los que llevarían la voz cantante; sus gerifaltes más melifluos y mercaderes. Más ambiciosos y terrenales. Y muchas gracias, Zapatero, por tu línea laica, imprescindible. Jesucristo, seguro que la suscribe.
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