Largo y complejo
El nuevo Estatuto de Cataluña entra en su fase decisiva. El texto de la ponencia, de 198 artículos, ha recibido una enmienda a la totalidad del PP y 554 parciales de los otros grupos. La proposición de ley recalará en el pleno del Parlamento catalán en septiembre, tras su debate en comisión y el dictamen de constitucionalidad del Consejo Consultivo. Luego llegará al Congreso como proyecto de ley orgánica.
En la votación de la ponencia bastó la mayoría simple alcanzable con los votos del tripartito, pero en el pleno hacen falta los de CiU para llegar a los dos tercios preceptivos. Éstos no se logran hoy en ocho puntos cruciales: financiación, uso del artículo 150.2 de la Constitución de traspaso de competencias estatales, reforma de leyes orgánicas del Estado, división territorial de Cataluña, sistema electoral, blindaje de competencias, laicismo de la escuela pública y mención al derecho de autodeterminación. Pero tampoco hay acuerdo entre PSC y PSOE sobre financiación y respecto a la mención de Cataluña como nación.
La ponencia simplificó el texto, suprimiendo un largo centenar de artículos; eliminó algunos elementos de inconstitucionalidad, como la calificación de las competencias exclusivas como "excluyentes", y redujo las apelaciones al artículo 150.2 y las propuestas de modificación de leyes orgánicas. Pero aun así, el texto es complejo y prolijo, tanto como lo ha sido su largo periodo de gestación, de 18 meses. Los redactores han sido minuciosos en todo, y no sólo en la enumeración de competencias y su desglose en submaterias, que persigue blindarlas ante hipotéticas invasiones de la Administración central.
Nada puede prejuzgarse sobre el nuevo Estatuto mientras el proceso siga en marcha sin descarrilar, pero este primer texto llega demasiado abierto. Cabe esperar que la entrada en comisión y en pleno no lo engorden y compliquen todavía más, sino todo lo contrario, y que desaparezcan o se aclaren los escollos que más ronchas levantan y más problemas de constitucionalidad plantean. Deben superarse aún muchos obstáculos para lograr el consenso necesario, que, según la vicepresidenta del Gobierno, sería de desear que alcanzara también al PP. Las pujas -entre nacionalistas, para acreditar quién lo es más- y las reticencias interpartidistas -entre todos- deben ceder ahora el turno a una nueva actitud constructiva que persiga el mayor consenso posible. Las posiciones de máximos de todos los grupos han quedado claras, y su perfil ideológico, salvado. Hora es, pues, de algo más de tranquilidad, en el momento en que deben actuar el pragmatismo y la transacción.
No puede pedirse a los partidos catalanes que aborden esta fase olvidando sus legítimas aspiraciones ni la constatación de que un Estatuto equivale a la Constitución interna de cada autonomía. Pero tampoco éstos deben cerrar los ojos a la viabilidad posterior del texto, que depende de las Cortes como sede constitucional de la soberanía: quienes, como los nacionalistas conservadores, más reclaman el carácter paccionado del Estatuto -entre el Parlament y las Cortes- como expresión de su bilateralidad, más deberían esforzarse en garantizar la aceptabilidad de sus propuestas por la otra parte. Un fracaso del Estatuto perjudicaría al Gobierno de Maragall y seguramente a su continuidad, porque con él abanderó la legislatura; al Gobierno de Zapatero, porque oscurecería su proyecto de "España plural"; pero también a CiU si lo sigue obstaculizando con un plus de radicalidad inasumible durante su tramitación en las Cortes. Guste o no, en esa nave van todos, o casi todos: por eso su hundimiento a todos, por lo menos, salpicaría.
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