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LA COLUMNA
Columna
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Barra libre

SI SE ATIENDE a lo que dicen las encuestas, la mayoría de la gente está satisfecha con el grado de autonomía de que disponen sus respectivas comunidades autónomas, y pocos son los partidarios de rebajarlo o renunciar a él. Al mismo tiempo, pocos son también los que muestran un interés prioritario en la reforma de sus estatutos. Nunca, entre las inquietudes de los ciudadanos, la reforma del estatuto sube hasta las primeras posiciones, que siguen ocupadas, lógicamente, por el paro, las inmigración, la seguridad, el coste de la vivienda y cosas así de prosaicas.

Esta ausencia de inquietud en la mayoría de la población no encuentra su correlato entre la clase política, para la que se ha convertido en preocupación suprema y casi exclusiva: algo más de año y medio de intenso debate -y lo que queda- para la reforma de un estatuto, que ha contado con muy cualificados equipos técnicos, es mucho tiempo, demasiado. Más aún, es tanto tiempo que ha permitido la afloración de todas las tensiones posibles. De manera que el consenso ciudadano en considerar la reforma de los estatutos como un asunto de interés muy relativo se convierte, al pasar a sus representantes políticos, en un sinvivir que los divide: no hay en estos momentos mayor motivo de división y encono entre los partidos políticos que el futuro de los estatutos o, para ser más exactos, que el futuro del estatuto de autonomía de Cataluña, del que penden todos los demás.

¿Por qué así? Posiblemente por haber partido de una falsa expectativa: que el Congreso -también conocido como Madrid- aprobaría sin cambiar una coma lo que llegara del Parlament, o sea, de Cataluña, con tal de que viniera sostenido por la mayoría de dos tercios de sus diputados. Y este compromiso, anunciado desde Madrid, era, como nos acaba de ilustrar desde Barcelona Artur Mas, "una promesa en el sentido de que había barra libre". En efecto, si hay barra libre y si un partido puede constituirse en minoría de bloqueo, la técnica de elaboración del estatuto será con toda seguridad la de una puja hacia arriba que acaba por diseminar toda clase de agravios.

Por eso, en un sistema de partidos en el que todos se sienten obligados a demostrar a sus electores un grado de nacionalismo superior al del vecino, anunciar que la fiesta ha comenzado y que cada cual puede servirse todas las copas que quiera es una temeridad. El poder llama al poder; el poder es, en realidad, la fuerza más expansiva que se conoce: si uno comienza a disfrutarlo pensando que el horizonte es ilimitado, acabará por exigirlo entero; antes, por una mezcla de fuerza y de fortuna; ahora, unos lo reclaman en nombre de la nación, otros en nombre del pueblo.

El mismo Artur Mas, que apuesta por mantener abierta la barra hasta el amanecer, lo ha recalcado con total ingenuidad: el hecho de definirnos como nación tiene consecuencias, ha dicho. Por supuesto que las tiene. La principal es "la financiación diferenciada y negociación bilateral con el Estado". No se podría decir más claro ni más por derecho: disfruta de una financiación diferenciada y negocia bilateralmente con el Estado aquel que también es Estado o se encuentra en trance de serlo.

Y así, si el poder quiere poder, la nación quiere Estado, como ya decía hace más de un siglo Enric Prat de la Riba y como dice hoy Alfonso Guerra: se trata de querencias que identifican seres: si eres poder, quieres más poder; si eres nación, quieres ser Estado. Y llegados a este punto, la división no atraviesa ya única ni principalmente al sistema de partidos catalán, al tripartito y a su doble oposición, sino que afecta directamente al español, y por partida también doble: al Gobierno con la oposición y a las distintas voces que comienzan a surgir en el partido del Gobierno.

De manera que una cuestión sobre la que existe un consenso bastante amplio y generalizado entre la ciudadanía se ha convertido en la más aguda causa de disenso entre los partidos políticos. Y mientras la barra sigue abierta, el mundo gira, la globalización sigue haciendo de las suyas, el terrorismo islamista no para, las mafias se multiplican, la vivienda se va por las nubes y los subsaharianos siguen muriendo en aguas del Estrecho. Sí, cierto, no hay que ser agoreros y tal vez fuera mejor guardar silencio, como nos recomienda el Gobierno; pero aquí somos muy capaces de romper un sistema de equilibrios, que en su día costó no pocos esfuerzos, sin saber qué vamos a poner en su lugar.

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