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Reportaje:

Una por el honor

El mejor Armstrong se exhibe en la última contrarreloj, donde Rasmussen pierde el podio y Mancebo sube al cuarto puesto

Carlos Arribas

Cuando Armstrong llegó, Mancebo ya se había ido. Cuando Armstrong se comía los repechos, avanzaba a ritmo de tricotosa, aéreo como una flecha, fresco como una lechuga, concentrado como un hacker entrando en la red del Pentágono, Mancebo trepaba, se agarraba, torcía la cabeza, enseñaba los dientes.

Armstrong, en su última contrarreloj, en su último Tour, lució brillante, espectacular, más estelar que nunca. Un campeón sin crepúsculo, una anomalía en la historia, en la astronomía, en la física. Ganó porque así lo querían sus hijos -¿pueden los robots emocionarse con sus hijos? ¿tienen hijos los robots?-, porque así lo exigía su orgullo. Mancebo, en la última contrarreloj de un Tour más, sufrió como siempre, brilló como nunca. Y Rasmussen, por los suelos.

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Como por una vez en todo el Tour la salida y la llegada de la etapa están pegadas, huela a salida en la meta, es decir, huele a bacon ahumado requemado, a guiso de alubias y a crêpe suzzette, que son los productos estrella del village. Olor de feria. Olor de fiesta de pueblo. Olor que envuelve a media mañana a Paco, Paquito, Mancebo, cuando regresa de dar una vuelta de reconocimiento al recorrido de la contrarreloj. Llega contento, como si el olor festivo le alimentara el optimismo, como si lo que ha visto por los alrededores de Saint Étienne, tremenda dureza y peligro en carreteras estrechas y tortuosas, ni 10 metros rectos, lisos, hubiera acabado de convencerle. Llegó Paco, Paquito, Mancebo al Tour convencido de que su gran alarde, su gran salto adelante, se produciría el sábado 23 de julio a primera hora de la tarde. Y que se produciría en la especialidad que, precisamente, más había castigado su cuerpo pequeño, torcido. Paco Mancebo creía sólo en sus fuerzas. Creía sólo en su capacidad, con ella le valdría para terminar quinto, para ascender un peldaño más en la escalera interminable en que consiste, realmente, su relación íntima con el Tour de Francia. Paco Mancebo: 29 años, siete Tours. Los siete de Armstrong. Media: primero. Los siete de Mancebo: 28º en el 99, noveno en 2000, 13º en 2001, séptimo en 2002, décimo en 2003, sexto en 2004. Una carrera oculta, sin brillo que habría querido continuar Mancebo con un quinto en 2005. Con eso le habría valido. Un paso más. Una media de 11 en siete Tours tampoco está tan mal. Pero a Rasmussen le entró un ataque de pánico y la justicia poética cumplió su misión.

Rasmussen, el danés escuálido, calculador y lunático que alcanzó el maillot de lunares en la primera etapa de montaña con una increíble fuga, salió impresionado, tres minutos después de Ullrich, acogotado por la presencia intimidante del alemán, que como todos los años empieza su Tour cuando el de los demás se acaba. A los tres minutos y 20 segundos de su rodar por Saint Etienne, Rasmussen se comió una rotonda. Ra-ta-ta-ta, al suelo, estruendo de rueda lenticular, hermoso culotte rojo y blanco rasgado, sangre. Miseria. Hay novilladas en que se ve tan torpe al novillero, tan fuera de cacho, y al mismo tiempo tan aguerrido, tan valentón, que cuando se produce la inevitable cogida, los inevitables revolcones, el público no sabe si reír o llorar, tan patético le resulta el espectáculo, tan cómico a su pesar el torero. Pobre Rasmussen. Ullrich le dobló cuando estaba parado cambiando por primera vez de bicicleta, pues había pinchado; el resto se resume en una caída más, dos cambios más de bicicleta y una recomendación final de Erik Breukink, su director: "Ante todo, no te mates, lo importante es llegar". En 3.400 kilómetros de Tour, desde Noirmoutier hasta su caída en la rotonda de Saint Étienne, Rasmussen había cedido solamente 3m 46s a Armstrong, a una media de seis centésimas de segundo por kilómetro; en los últimos 50 kilómetros de la contrarreloj, perdió 7m 47s, a una media de casi nueve segundos y medio por kilómetro. Perdió todo ese tiempo Rasmussen y perdió el podio. Terminó séptimo, le adelantaron Mancebo, Leipheimer y Vinokúrov, y sólo por los pelos logró evitar que el resto del clan de los garrapatas -Landis, Evans- también le dejara atrás.

Así Mancebo terminó cuarto, Ullrich entró en la foto del podio que tanto le gustará a Armstrong hoy en París, Basso adelantó otro pasito en su marcha por el Tour y Armstrong cerró un septenato de férreo dominio sobre el Tour. Un astro único: llegó en 1999 sin que se le hubiera visto ascender lentamente por el cielo desde el Este; se oculta súbitamente en 2005 sin lenta curva de descenso hacia el Oeste. Un campeón único.

Armstrong, durante la contrarreloj de ayer.
Armstrong, durante la contrarreloj de ayer.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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