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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Antonio Núñez Montoya, 'El Chocolate', cantaor flamenco

Entre medias de los incendios pavorosos se ha ido una voz del mundo que era fuego hiriente en la fragua gitanoandaluza de los gritos por los que se entretenía para ser y subsistir y conquistar cantando a golpe de lamento, al compás de la súplica, por el aire de la tristeza que asombra, estremece y conmueve.

Cómo conmovía y aún dolía el limpio metal de su garganta hecho en bronce poderoso y renegrío: austero, sobrio, imponente y magnífico el eco de su cante cincelado en los brillos perfiles del lamento pronunciando a la pena, a la ternura, a la desolación y a la amargura, a la ruina y a la muerte; lo mismo que a las mujeres malas y a las mujeres buenas, a los campos, las cárceles, las lágrimas, las calles, los caminos, las flores, los hospitales, las ventanas, las fatigas, las ducas, las murmuraciones, las piedras y las minas del repertorio extenso de dolor humano que Antonio Núñez El Chocolate recorrió amparado en la grandeza de un instrumento, el suyo: prodigioso.

Capaz de seducir con sólo alzarse para sembrar en los aires el ¡ay¡ absoluto, la fórmula magistral con que enseñar -señalado de belleza- el lado oscuro, la desolación y el llanto, por las notas de una música natural, íntima, cercana, inmediata al corazón acerado en fandangos, severo de tarantos, río de soledades y catarata suntuosa de seguiriyas, que te entraban directamente en vena como si fuese un impulso de relámpago y de trueno a la vez misma.

También una esclarecía sensación de sentir que crujen las sentrañas, se lamentan los tuétanos interiores del recuerdo por aquellos años tan malinos, cuando él principió y era de noche, con hambre y miedo y luto y represión y juergas, borracheras imperiales que venían de antes y siguieron al paso alegre de la paz...

Mientras Antonio aprendía de Tomás, de la Moreno, del Gloria, de Caracol del Bizco Amate y de Pastora aprendía, a ganar y a perder, a ganarse la vida y el respeto de la afición que siempre -desde entonces- lo consideró auténtico, cabal, profundo y puro, como él se quería, respetuoso de una tradición a la que veneraba y sirvió con talante de gracia, y a veces también con desvarío; el que no podía ni siquiera acercarse a los dominios de su impecable condición cantaora de veras ejemplar y además hermosa.

Labrada de años, de éxitos, viajes, premios y homenajes recientes, que cuando se los han dado los ha recibido con humildad y paciencia, apartado en su mundo, reinando en la memoria de los cantes y las cosas por las madrugadas aquellas, descubriendo al alba las altas y luminosas voces del Reniego venerable de Tomás Pavón, y de los Días Señalaítos de Santiago y Santa Ana que de Jerez su cuna sacó el enorme Manuel Torre, privilegiado de ser -según decían- barítono y tenor a un mismo tiempo, profundo y sobrecogedor allá en los grandes alaríos, y por ellos se guió este discípulo que acabó siendo maestro y fiel reproductor de esa manera de decir el cante a lo gitano.

Quiere decirse con el misterio de sus afiladas cuerdas vocales que conducen al escalofrío, a la alarma, al desasosiego, a la sangre que corre, a la vida que acaba, al sol que se pone y fue seña por toda la segunda mitad del siglo XX, en la que Chocolate ejerció su profesión con sencilla decencia, continuaba estirpes que descendieron XIX abajo, y al cabo él ha transmitido a las turbadas gentes de este más que proceloso XXI, aquejado todavía de incendios, hambres, guerras, pestes, muertes y más muertes, inseparables compañeras: las desencadenantes y causantes de que siga vivo -incluso más preciso sea- su legado mayor por seguiriyas.

Antonio Núñez Montoya, <i>El Chocolate.</i>
Antonio Núñez Montoya, El Chocolate.EFE

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