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Columna
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La casa del padre

La casa es el gran tema o, si se quiere, la gran asignatura todavía pendiente en nuestra sociedad. Lo explicaba el pasado domingo en estas mismas páginas Luisa Etxenike: nuestra comunidad ostenta el récord de permanencia de los jóvenes en el hogar familiar. Esos chicos y chicas que no han leído Rayuela y, por lo tanto, nunca han imaginado el paraíso en forma de mansarda parisina, se han enquistado en la casa del padre y de la madre porque, entre otras razones, acceder a una casa (incluso a una mansarda como las de Cortázar y la Maga, igual de siquiñosa pero en San Sebastián, en Bilbao o en Vitoria) es para casi todos una empresa imposible.

La casa, como vemos, es la raíz de todo o casi todo. Creo que hasta Bruce Chatwin, que presumía de su carácter nómada y de tener su hogar allí donde tenía su mochila (esa misma mochila que unas semanas antes de morir de sida le regaló a su amigo Werner Herzog), se pasó media vida persiguiendo una casa y la otra media huyendo de sus muros. La casa, con su campo semántico y simbólico, nos acaba atrapando en forma de hipoteca o de pasión erótica o romántica, religiosa o patriótica o ambas cosas a un tiempo. La casa nos convierte en sus rehenes y nos agota por aburrimiento o porque, finalmente, no logramos pagar el rescate o lo pagamos cuando ya no tenemos ni humor ni fuerzas para coger la puerta y hacernos humo. Como lugar de residencia física no tiene precio (y a lo peor por eso nuestros pisos están por las nubes). Como símbolo tampoco lo tiene. Su elocuencia rupestre resulta incontestable. Luis Rosales hablaba de la casa encendida y Aresti de la casa de su padre.

Este fin de semana, justo cuando millares de ciudadanos vascos y no vascos decidían convertirse en veraneantes y abandonar sus casas como quien huye de la peste negra, nos reunimos en Ea unos cuantos amigos de Gabriel Aresti para hablar de la casa del padre. No sé si de la misma que no pueden abandonar tantos jóvenes vascos por culpa de los precios abusivos de la vivienda. Arestiren Etxean fue el título de este curioso encuentro, mezcla de recital poético, performance y ejercicio espiritual. En todo caso, resulta algo admirable que un buen número de personas decida pasarse un sábado y un domingo de julio, en un lugar rodeado de magníficas playas, hablando de un poeta y de la casa que el poeta dejó abierta -y bien abierta- cuando acabó su vida. Porque si hay en el mundo algo que signifique la apertura, esa cosa es el poema. Incluso el más hermético poema es en el fondo un acertijo con tantas soluciones como lectores. Y por eso los libros de poemas no se agotan jamás y podemos, como escribió Quevedo, escuchar con los ojos a los muertos en un largo diálogo sin fin. Y por eso también es conveniente, quizás hoy más que nunca, orear la casa de Gabriel Aresti.

La casa levantada por Aresti, que es la de la modernidad para la lengua vasca y su literatura, a veces amenaza con sepultar incluso a su inquilino primigenio. Mal asunto es hacer de ella un búnker. Porque la casa tiene una fuerza simbólica enorme y uno de sus mayores riesgos es el de convertirla en un alcázar o una fortaleza. Luego están la desidia del casero o la irrupción de okupas. El caso es que hoy Aresti necesita, ante todo, lectores dentro y fuera de su casa, en su lengua y en todas las lenguas, porque Aresti es sin duda uno de los mayores poetas que ha dado este país (y esta península que llamamos ibérica) en la segunda mitad el siglo XX. En la casa de Aresti lo que sobra son porteros custodiando sus llaves y guardianes guardando sus supuestas esencias. Hace falta aire libre. Hoy cualquier escritor en lengua vasca de cierta importancia tiene más difusión y más aire en su casa y en su obra que el autor de Harri eta Herri. Es el peligro de convertirse en símbolo. Uno acaba leyendo a Suso de Toro, por poner un ejemplo fuerapuertas de la dichosa casa, en vez de a Castelao. Todos perdemos.

En la casa de Aresti, ya digo, caben todos: Eliot y Baudelaire, Meabe y Perezagua, Celso Emilio Ferreiro y Blas de Otero, a quien tanto le debe y con quien tanto quiso. Sospecho que los dos, Blas y Gabriel, a estas alturas del tercer milenio y tal como está el patio de la aldea global, lo que desearían es que la muchachada vasca pueda por fin largarse de la casa del padre.

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