El rostro demente del islam
Hasta ahora habíamos eludido las pruebas: ya no tenemos más remedio que afrontarlas. Varias legiones musulmanas que reivindican un fanatismo de pureza y salvación han decidido tomar el poder en Arabia Saudí, Yemen e Irak, y luchar contra Estados Unidos y sus aliados árabes y europeos. ¿Estamos en medio del horror?
¿Pero es un horror para todo el mundo? ¿No hay una parte del planeta que siente la tentación de la indulgencia, incluso el apoyo? ¿Cuántos piensan, en el fondo, que es hora de que Occidente pague, hora de que Gran Bretaña sufra? ¿Acaso no oímos, tras el atentado contra las torres del World Trade Center en Manhattan, el grito de "Viva Bin Laden" incluso en nuestras sociedades? ¿Hemos entrado en esa famosa "guerra de civilizaciones"? No subestimemos a los terroristas. Ponen el fanatismo religioso al servicio de una estrategia del poder demencial. Los atentados de Nueva York, Madrid y Londres reflejan una sabiduría refinada, una lucidez minuciosa, un instinto impresionante.
Todo ello requiere cierta logística local e incluso una verdadera infraestructura, independientemente de que se desplace o no. ¿Más territorio que atacar? Por supuesto. Pero, cuando llega el caso, el caso concreto, el enemigo existe, sin la menor duda. Y los musulmanes son los primeros que lo han visto. Conocen sus orígenes afgano-saudíes, su ideología nihilista, la trayectoria de sus agentes y los medios que les ofrece un Occidente, a veces belicoso, a veces relativista, para cumplir sus ciegas fechorías.
Los musulmanes conocen el problema, mucho mejor que otros, simplemente porque son sus primeras víctimas. El conflicto recorre sus sociedades. La Argelia de mitad de los noventa fue el modelo precursor, antes de la guerra de Irak. Hasta el punto de que no es posible conformarse con explicar los atentados por la cínica supremacía de Occidente, la arrogancia de los países ricos o la hegemonía de los "cruzados". Porque, con este tipo de terrorismo, unánimemente condenado, han perdido también legitimidad los métodos de los chechenos que resisten, los palestinos que luchan y todos los que sueñan con una civilización islámica fiel a sus esplendores de los siglos XI y XII, en todas partes ensalzados y en todas partes inencontrables.
Hay que preguntarse, en efecto, sobre la estrategia o la visión del mundo que implica un atentado como el de Londres. Una vez más, no hay nada que decir sobre la preparación. Todo ha sido admirablemente elegido. Una serie de explosiones en los medios de transporte públicos, un lugar en el que no es posible seleccionar las víctimas. Un objetivo: Tony Blair, que ve interrumpida, de golpe, una ascensión hasta entonces irresistible, hasta el punto de hacer olvidar las mentiras sobre las armas de destrucción masiva en Irak. Un momento inmejorable: la reunión del G-8, la presidencia británica de Europa, la designación de Londres como sede olímpica. Pero queda por saber lo esencial: ¿para qué sirven esa ciencia de la destrucción y ese amor a la muerte? ¿Quiénes son los que pueden sacar provecho? ¿Dónde están los beneficiarios?
Porque es preciso respetar el equilibrio. La lucha contra el terrorismo corre peligro de volver a convertirse -tal como deseaba Bush, aunque los europeos lograran disuadirle durante un instante- en una cruzada contra el Mal, que permita las amalgamas más injustas y tome prestados los métodos del enemigo. El presidente Putin recibe apoyos para su represión en Chechenia. Los déspotas árabes pueden encontrar una justificación más en su deseo de mantenerse en el poder a pesar de la corrupción y la inestabilidad. Los colonos israelíes hallarán otros motivos para no abandonar sus asentamientos, y Sharon, para no cambiar de estrategia a largo plazo. Y en los países occidentales, el islam, ya tan presente, se arriesga a ser sospechoso.
Sé que existen otros cálculos. Los terroristas pueden decirse que van a obtener de los británicos lo que creen haber obtenido de los españoles, la retirada de las tropas de Irak. Es un cálculo posible, desde luego. Entonces, Tony Blair pagaría por las mentiras que ya estuvieron a punto de costarle su reelección. Pero es, sobre todo, no comprender en absoluto los nuevos imperativos de la guerra de Irak. La intervención estadounidense ha aumentado de forma devastadora la popularidad y los medios de los terroristas. Si nosotros fuimos de los primeros en denunciarlo, no fue por una indulgencia sin sentido respecto al carácter laico o el supuesto progresismo (!) del déspota de Bagdad. Fue por la certeza de que esa intervención, cuyo propósito era aplastar el terrorismo, sólo iba a servir para multiplicar el número de sus partidarios y atraer a todos los de fuera. Se puso en marcha una resistencia nacional que gozó de legitimidad hasta la organización de las elecciones y la formación del Gobierno con la aprobación de Naciones Unidas y la mayoría de los países árabes.
Desde entonces hemos recorrido un largo trecho. El terrorismo ya no se considera la manifestación legítima de un nacionalismo iraquí unitario y oprimido. Prácticamente ninguno de los que se opusieron a la intervención estadounidense en Irak desea verdaderamente una evacuación inmediata de las tropas extranjeras, que facilitaría y agravaría la guerra civil. Una guerra en la que los principales enemigos de los suníes salafistas ya no son los estadounidenses, sino los chiíes, los kurdos y todos aquellos de sus hermanos suníes que se resignan, por el momento, a la presencia de Estados Unidos, aunque no dejen de odiarla. Ahora, los que caen a diario en Irak son iraquíes inocentes, civiles, mujeres, niños y hombres, partidarios o no de Sadam Husein, o del islamismo iraní, o de nada. Los terroristas de Al Qaeda presumen de haber asesinado al nuevo embajador de Egipto en Bagdad "por respeto al decreto divino", pero lo hicieron porque contribuía, sólo con su presencia, a condenar lo que están intentando lograr: una guerra civil generalizada.
Estamos, pues, en presencia de una estrategia del fanatismo al servicio de una ideología de la Reconquista contra Occidente. Podemos buscarle causas económicas, sociales o políticas, pero sería una ilusión -que ya describió Tocqueville- pretender derrotar las pasiones y su desorden con la racionalidad como única arma. Siempre he creído que el islam sólo lo reformarán losmusulmanes, y que el islamismo sólo será derrotado por una ideología de resistencia nacida de aquellos a los que trata de seducir. Imagino o sueño, como al final de la guerra de Argelia, con unas muchedumbres musulmanas que invadan las calles al grito de "¡Siete años, basta ya!". Estamos en el nihilismo. Lo único serio en este momento es saber cómo salir de él.
¡Qué oficio! ¿Quién dijo que hacer periodismo era intentar casarse con la Historia en vez de hacerla? Tal vez fui yo. Pero cómo soñar con casarse con la Historia cuando son los terroristas quienes la hacen. Entre el fracaso francés en los Juegos Olímpicos y las explosiones de Londres, me lamentaba de que los británicos añadiesen una humillación vengativa a una Francia acosada por las dudas existenciales y la angustia de la identidad. Chirac abatido, Delanoë herido, ¡qué triunfo para Blair! Y con qué soberbia nos iba a dar lecciones sobre los méritos de esa "Europa liberal" que los pobres franceses querían combatir. Pero de pronto, del cielo de los fanáticos, cayó esta verdad deportiva y temible: los franceses que han perdido esta competición tan simbólica son todos -como tan bien dijo Bertrand Delanoë- londinenses.
Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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