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¿Hay estrategias europeístas?

Negar que la UE, tras los resultados de los referendos en Francia y Holanda -dos Estados fundadores-, atraviesa hoy por la peor crisis política de su historia es negar la evidencia. Ni siquiera el voto afirmativo de Luxemburgo prefigura una inversión de tendencia, pues si eventualmente llegan a celebrarse consultas populares en el Reino Unido o Dinamarca, por ejemplo, el rechazo mayoritario está -de entrada- prácticamente asegurado. Por lo demás, no deja de ser significativo el contraste entre el punto de vista mayoritario de los representantes políticos y el de los ciudadanos franceses y holandeses, todo un síntoma del divorcio entre unos y otros y de los problemas de las democracias contemporáneas.

Uno de los factores más preocupantes de la actual crisis de la UE es la falta de estrategias de avance integracionista

Uno de los factores más preocupantes de la actual crisis es la falta de estrategias perfiladas de avance integracionista, tanto entre los favorables al Tratado Constitucional (TCUE) como entre los detractores que no son antieuropeístas. Estos últimos, tras sus victorias referendarias, no ofrecen propuestas concretas mínimamente viables, creíbles y articuladas, para salir del impasse. No pasar del consignismo abstracto (hace falta otra Europa, hay que ir a más Europa, son prioritarios los derechos sociales frente al neoliberalismo) es inútil y hasta retórico si no se especifica qué hay que hacer y cómo para desbloquear la situación.

De momento, los eurófobos (Le Pen, Bossi y otros) están exultantes por la parálisis y el desconcierto completo de los europeístas y, en la práctica, los grandes beneficiarios objetivos del estancamiento son los euroescépticos que admiten una UE económica, pero rechazan su integración política. Pese a sus matices, el principal triunfador del momento es Blair, quien va a hacer todo lo posible por britanizar a la UE: poner el acento en la competitividad, limitar las regulaciones, seguir el proceso de ampliaciones sin fin e impedir -en definitiva- la posible emergencia de un polo político autónomo en el área.

Por su parte, no menores reproches merecen la mayoría de los gobiernos y políticos que defienden el al TCUE, pues parecen no haber aprendido nada de lo ocurrido. En efecto, no se ve ninguna verdadera autocrítica, no se han producido necesarias dimisiones en cadena de políticos fracasados, es miope preconizar que continúe el proceso de ratificaciones como si no hubiera pasado nada y no se percibe ninguna idea alternativa para aprender de los errores y reiniciar el debate con otras formas y otros objetivos. A estas alturas debería quedar claro que la izquierda que apostó por el al TCUE también se ha equivocado, pues su estrategia no ha funcionado, de ahí que lo sensato sería tomar nota y, en consecuencia, rectificar. Puesto que los europeístas del rechazo no hacen propuesta práctica alguna, cabría esperar que alguien tome la iniciativa y dé algunas ideas nuevas, siendo evidente que no cabe esperar nada de políticos absolutamente quemados como Chirac o Schröder.

A mi juicio, habría que olvidarse del actual TCUE tal cual es y anunciar una rectificación en fondo y forma. Más en particular, la cuestión clave de fondo es la siguiente: si no hay ni fuerza ni voluntad política para ir decididamente hacia una genuina federación europea (y está claro que, de momento, no la hay) debe recuperarse la idea más modesta y operativa de refundir y racionalizar los actuales tratados vigentes sin la pomposa pretensión de que se asemejen a una Constitución formal, un objetivo prematuro hoy en día a tenor de lo que ha pasado en los referendos. Esta refundición puede verse como un cierto paso atrás, pero resulta inevitable por razones de realismo político y, a largo plazo, ayudaría a seguir avanzando con más consenso. Desde luego, se trata de evitar errores del pasado, de ahí que tal refundición deba encomendarse a una nueva Convención que, partiendo de la experiencia, debería ser más representativa y participativa que la anterior, además de asumir más poderes.

Si finalmente se alcanzara un acuerdo razonable entre las principales fuerzas políticas nacionales, sería muy conveniente someter este tratado refundido de la UE a referéndum paneuropeo general en una misma fecha, pues eso permitiría visualizar mucho mejor el interés europeo y atenuaría un tanto el habitual predominio de la visión nacional. Con la ratificación posterior de los cuatro quintos de los Estados, por ejemplo, el tratado refundido podría entrar en vigor a la espera de que el resto de los miembros se inclinara definitivamente por reincorporarse o autoexcluirse.

Pero es que, además, un tratado refundido no debería incluir la actual parte III del TCUE, pues tales disposiciones y regulaciones detalladas deberían remitirse a protocolos sectoriales específicos separados y de carácter derivado de aquél y, a ser posible, revisados para reequilibrar más ecuánimemente las dimensiones competitiva y redistributiva de la UE. En suma, un tratado refundido debería ser corto y generalista, comprensible y abierto a desarrollos diversos, y sólo así ayudaría a interiorizar progresivamente entre los ciudadanos la idea constitucional europea. Dicho de otra manera, se trata de recuperar lo mejor de las partes I y II del actual TCUE (con las modificaciones de mejora que se puedan introducir) para dotar a la UE de unas reglas políticas comunes claras cuya concreción en políticas públicas específicas dependería de la correlación de fuerzas determinada en cada momento por los procesos electorales.

Tal vez así se podría dar salida a una crisis agravada por la parálisis y la inoperancia de unos políticos cortoplacistas que no están a la altura de las circunstancias y aquí radica ahora el mayor problema, que es el de la dramática falta de un claro y sólido liderazgo político europeísta.

Cesáreo Rodríguez-Aguilera de Prat es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.

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