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La Bauhaus ya no se divierte

En Caixafòrum se presenta estos días una excelente exposición sobre la célebre escuela de la Bauhaus, un auténtico hito en la historia de la pedagogía del arte. Lo peculiar de la exhibición La Bauhaus se divierte es que propone reconstruir todo el espíritu lúdico con el que abordó su proyecto didáctico. En efecto, en los manifiestos y en los oficiosos planes de estudio de la escuela, las fiestas, encuentros y presentaciones lúdicas conformaban una parte esencial de sus estrategias educativas. Bajo distintos pretextos temáticos o como simple evento para cerrar talleres y cursos especializados, o incluso para homenajear a alguno de sus prestigiosos profesores, en la Bauhaus lo festivo se convirtió en un componente natural de sus procesos de trabajo. Naturalmente, el sentido último de estas celebraciones ahondaba en las ilusiones con las que creció la optimista vanguardia histórica: fusionar el arte con la vida, aunar todas las disciplinas creativas y, no menos importante, favorecer una puesta en escena del trabajo de los alumnos de una forma distendida que permitiera calibrar los resultados fuera de la soberbia del juicio académico al uso. Divertirse era, pues, un modo de fortalecer vínculos y empatías; un mecanismo para compartir y discutir; un modo de aprender a relativizar, e incluso un instrumento dónde errar podía convertirse en un valor añadido.

La Bauhaus dejó una huella imborrable y, a pesar de las enormes distancias históricas, desde siempre ha sido un referente para la enseñanza artística. Sin embargo, los que hoy deberían operar como herederos de la Bauhaus ya no se divierten ni un ápice; al menos en casa, dónde nos hemos instalado en una mecánica reglamentista que exige un cierto análisis y autocrítica. Hoy, la enseñanza reglada de las disciplinas vinculadas a la producción visual -en especial las facultades de Bellas Artes y de Historia del Arte- vive una serie de atascos de tan difícil solución que la posibilidad de divertirse se adivina lejana. El principal elemento que destacar para aventurarse a lanzar esta sentencia es harto conocido: apenas si existe una conexión entre el devenir real de la cultura contemporánea y los quehaceres con los que se entretienen los profesores y alumnos enclaustrados tras los muros del baluarte académico, lo cual, naturalmente, juega en detrimento de la capacidad de las escuelas para esponjarse con cualquier aporte que provenga del exterior. Es más, incluso hay una cierta soberbia alimentada por la supuesta autoridad que confiere la tribuna universitaria que acentúa un quietismo crónico, argumentando que debería ser la demanda exterior la que llamara de constante a su puerta, Parece increíble, pero es así de tajante. Baste recordar, a modo de prueba del grado superlativo de ensimismamiento que padece la Universidad, como el mayor éxito que puede conseguir un departamento es educar a alguien para que acabe profesando en el mismo departamento. Esto no es una vulgar endogamia; es el resultado natural de la absoluta opacidad del muro que separa el territorio donde se cuece la cultura contemporánea y el espacio blindado y oxidado donde perviven discursos, técnicas y prejuicios sin obligación alguna de actualizarse. Claro que frente a este apocalíptico diagnóstico puede apelarse a iniciativas concretas y personales, o a la fiable responsabilidad del cuerpo docente (mala presentación para una fiesta) para construir rendijas cada vez mayores por donde recanalizar las aguas; pero a estas alturas, la distancia entre el tejido cultural real y los islotes educativos es de tal magnitud que casi nos atrevemos a asegurar que crece más la recíproca desconfianza que la deseada complicidad.

La posibilidad de articular unos proyectos formativos divertidos; es decir, no sólo comprometidos con las exigencias del mundo real, sino ante todo proclives a someter sus propuestas a un ejercicio colectivo, distendido y constructivo, sólo crecen fuera del espacio de la enseñanza reglada. En Barcelona, por ejemplo, iniciativas como Sant Andreu Free University o muchos de los talleres y seminarios auspiciados por el Macba (para mencionar dos ejemplos suficientemente distantes entre sí) aparecen como los herederos naturales -de nuevo salvando las diferencias obvias- de ese espíritu Bauhaus al que hacíamos referencia; pero esto implica también sus peligros. El rizo no es fácil, pero vamos a intentar ser escuetos. Todas estas iniciativas, como no puede ser de otra forma, son engullidas progresivamente por la enorme estructura del consumo cultural, necesitada de novedades constantes con las que mantener sus cuotas de mercado y de público. Esta dinámica que exige propuestas ágiles, dinámicas, de visibilidad acelerada y de consumo fácil asiste feliz a la aparición de divertimentos culturales ya que le garantiza resultados inmediatos. Quizá con esta perspectiva también deberían reconsiderarse fenómenos tan evidentes como el creciente deslizamiento de la cultura contemporánea hacía lo chistoso o, en el mismo orden, la obsesión por inventar formatos lúdicos de presentación de eventos, relegando a un orden secundario cualquier atención a los contenidos. En definitiva, que mientras los espacios convencionales de formación permanecen en el pretérito aburrimiento de entender la enseñanza como una simple transmisión de dudosos saberes; resulta que en el mundo real el espectáculo se engorda a merced de una fiesta constante, en la que la cultura se convierte poco más que en el primer plato. Se invirtieron los papeles. La diversión programática de la Bauhaus no era ningún producto consumible, era un momento específico del proceso de trabajo que confería mayor vitalidad y honestidad a sus propuestas de intervención en el mundo real; hoy, sin embargo, donde debería permanecer al menos una sombra de la Bauhaus ya no se divierte nadie, sino todo lo contrario; andamos preocupados, por ejemplo, por las amenazas ministeriales de hacer desaparecer licenciaturas como Historia del Arte sin caer en la cuenta que lo argumentamos con todo aquello (todos los datos referidos al crecimiento del consumo artístico en España) que en realidad es un indicador explícito de que la diversión esta en otra parte.

Martí Peran es crítico de arte.

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