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Columna
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Renacimiento

La Sevilla del Renacimiento era una ciudad abigarrada, contradictoria, hirviente: el comercio con Indias, del que su puerto poseía el monopolio, había hecho enfermar de elefantiasis a este pacífico villorrio situado en las márgenes del río, entre planicies inundables que a veces se revelaban aliados tácitos de las fiebres y los insectos. Aquí, alboreando el siglo XVI, se fundaba el Colegio de Santa María de Jesús, que, como documenta un docto libro recién publicado en coalición con la Fundación El Monte, fue el primer embrión de nuestra Universidad. Uno recibe con agrado la selección de textos que componen esta antología, vinculados a la gestación de esa venerable institución frente a cuyas ventanillas hemos hecho cola todos los autóctonos, y sueña con que suponga el inicio de una colección tal vez auspiciada por las instituciones que rescate la herencia más valiosa del Renacimiento sevillano. En el rostro de la ciudad, esa época remota resulta ya poco visible: sólo la fachada farragosa del ayuntamiento o algún patio traspapelado entre las callejuelas nos habla todavía de aquel pasado imposible en que Sevilla no ocupaba una esquina del mundo, sino el centro al que conducían todas las naves. Por el contrario, la literatura se encuentra sembrada de vestigios de esa urbe populosa y retorcida, y estaría bien que alguna autoridad, en vez de malgastar capitales públicos en estadios olímpicos o portadas de feria, se dedicara a escarbar un poco en la arena para recuperarlos. Quien desee consultar a algún escritor o cronista de aquel siglo se verá abocado sin remedio a arduas ediciones conmemorativas o listas apiñadas en las bibliografías: lejos de los escaparates y de la calle, nuestro Renacimiento se ha convertido en una revenida pieza de museo que sólo puede disfrutarse con la salvedad de una vitrina.

Ni siquiera sé si existe una calle en la ciudad que difunda su nombre, pero Pedro Mexía nació en Sevilla en 1497 para llegar a ser uno de los autores más gozosos y extraños de nuestra literatura; también, de los más ignorados. Alusiones indirectas y precisiones de escoliastas nos muestran a este talento ahogado del Renacimiento dedicado al ejercicio de las armas a la par que al de las letras, manteniendo una fluida correspondencia con Erasmo de Rótterdam, ocupando un puesto de cosmógrafo en la Casa de Contratación. Su obra capital, la Silva de varia lección, vio la luz por vez primera en 1540 e inmediatamente provocó una epidemia de plagios y devociones. Sobre la estantería de mi salón se halla la edición de Cátedra, la única asequible a la que el lector medio puede aspirar, y que, según la editorial, lleva agotada ya años: no hay día en que no lamente, observando de reojo el lomo, la gran cantidad de ojos que están condenados a no encontrarse jamás con sus páginas. La Silva transita por dos caminos que la literatura española siempre ha eludido con desconfianza y aun presunción: el gusto por lo fantástico, el gusto por lo abstracto. La impresión que su lectura deja en el recuerdo no es precisa, como no pueden ser precisos el mismo universo, las Mil y una noches o las genealogías de la Biblia. Éste es nuestro Renacimiento: un exquisito jardín que se comen los gusanos y que alguien, no sé quien, debería abrir al público.

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