Visionarios, mesías y otros quijotes
Con el título de El Sentido de la realidad, publicó Sir Isaiah Berlin una colección de conferencias (1950-1960) a propósito de las destructivas consecuencias del romanticismo como inspiración de diferentes ideologías políticas. La ética de los motivos -sostiene Berlin- suplanta en el héroe romántico a la ética de las consecuencias. En este tipo de pensamiento la figura del héroe trágico sólo debe ser fiel a sí mismo sin mirar en las consecuencias. El héroe y sus seguidores tienen capacidad para crear a partir de su voluntad la realidad misma, sólo hace falta que lo deseen con suficiente intensidad. Es fácil ver las consiguientes implicaciones de esos presupuestos en los ámbitos ético, político y estético, con consecuencias que sabemos han sido fatídicas para la historia de la Europa Moderna: totalitarismo y fanatismos de todo tipo son hijos de ese agente libre que no debe rendir cuentas a nadie más que a la pureza de sus motivos.
Suele resultar que los peores criminales, los más virulentos y homicidas, son siempre los criminales altruistas
Frente a ese romanticismo de las motivaciones es preferible -el siglo XX nos lo ha demostrado- la ética de la responsabilidad. Como dice el Evangelio, "Por sus frutos los conoceréis", o sea, por las consecuencias de sus actos.
La mente humana se relaciona con la realidad mediante mecanismos de simplificación (planos, esquemas, conceptos) que seleccionan aquellos datos más relevantes y significativos. De tal modo que del confuso conjunto de variables que componen el mundo informe entresacamos algunos y los ordenamos dándoles sentido. Este proceso es ineludible para poder entendernos con las cosas. La realidad no nos es inteligible sin una cierta elaboración. Una representación que reprodujera sin seleccionar todos los datos no sería una representación, sería un duplicado de la realidad misma. Un mapa que reprodujera el territorio con todos los detalles y en la misma proporción sería otro territorio.
De esa simplificación que nos vemos obligados a hacer para entendérnoslas con el mundo se deriva que nuestras representaciones son falibles, ya que en ese proceso se pueden deslizar errores; podemos equivocarnos en la prioridad y en las intenciones que prestamos a los hechos, por defecto o por exceso; podemos suprimir factores relevantes porque nos son antipáticos o porque su significación se nos escapa; podemos incluir otros que no merecen ser tenidos en cuenta o magnificar algunos que apenas existen porque nos son simpáticos.
Cuando se produce una contradicción manifiesta entre nuestras representaciones y la realidad, se dice que se da una "disonancia cognitiva", pero quien padece esa disonancia no siempre se percata de ella sino después de haber colisionado con el mundo real.
Nuestro don Quijote de la Mancha, del que este año celebramos el 400 aniversario, es un ejemplo paradigmático de disonancias cognitivas reiteradas y patéticas. Desde el punto de vista caballeresco del señor Quijano, los rebaños de ovejas se convierten en huestes de soldados en pie de guerra, los galeotes son inocentes víctimas de la injusticia y unos molinos con las aspas al viento son terribles gigantes llenos de agresivas intenciones. Desgraciadamente, en la vida real las disonancias cognitivas no son siempre tan inocuas y no concluyen simplemente, como en caso de nuestro señor Quijano, con una tunda del protagonista. En política las disonancias cognitivas tienen consecuencias más terribles. El terrorismo islamista -como otros terrorismos- es un ejemplo de las desgraciadas y sangrientas consecuencias a las que pueden conducirnos determinados visionarios.
La lectura enfebrecida y fanática del Corán no es, a mi juicio, sino una gigantesca "disonancia cognitiva" que ha sido capaz de generar una frustración gigantesca y con ello un odio explosivo. De un lado, la palabra dictada por Dios mismo -Alá- promete al mundo árabe un destino extraordinario de grandeza moral y material, una misión de iluminación y salvación del mundo: Dios habla en árabe y la Meca es la Puerta de la Sabiduría y el Poder. Y, sin embargo, qué dolorosa decepción: el mundo ignora o desprecia todo eso, los infieles mantienen bases militares en la Tierra Santa del islam por debilidad de una monarquía que mantiene relaciones de conveniencia con los infieles enemigos de Dios; la sharia o ley islámica, que debiera ser la ley civil de toda la comunidad de los creyentes, es ignorada, y se introducen principios jurídicos y políticos ajenos al Islam en los propios países árabes; los infieles se vanaglorian de su poder económico, militar y científico y dividen a la Umma con su política, favoreciendo así la división entre musulmanes; los infieles sionistas humillan a los palestinos musulmanes profanando la ciudad santa de Jerusalen con su sóla presencia...
Los suicidas que se inmolaron en el acto homicida del 11-S no veían a las torres gemelas simplemente como inmuebles donde se afanaban en sus actividades comerciales y profesionales unas personas concretas: veían dos colosos que con su grandeza soberbia desafiaban a Alá, el único que es grande. A partir de esa enloquecida interpretación de la realidad, todo lo demás va de suyo.
El quijotismo, a pesar de su orgullosa demencia y de sus penosas consecuencias, es enjuiciado en demasiadas ocasiones con indulgencia, quizá porque la locura quijotesca no deja de ser una locura altruista. Por lo tanto pareciera que la pureza de sus motivos le excusaría de las desgraciadas consecuencias de sus actos. Pero suele resultar que los peores criminales, los más virulentos y homicidas, son siempre los criminales altruistas.
Javier Otaola es abogado y escritor.
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