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La mentira como ideología dominante

En lo que viene siendo, al menos por ahora y en una incesante escalada de despropósitos que no parece tener fin, el más escandaloso, morboso y oscuro caso de sinvergüencería mediática que se ha producido en España, una tal Lydia Lozano ha llenado horas y más horas de la programación televisiva de nuestro país mediante un montaje, obviamente muy lucrativo tanto para ella misma como para la cadena privada para la que trabaja, basado pura y simplemente en un cúmulo de inventos y falsedades. Todo consistió en afirmar, sin ninguna prueba ni testimonio alguno, que la hace ya muchos años desaparecida hija de los cantantes italianos Al Bano y Romina Power, Yllenia Carrisi, no había fallecido en Nueva Orleans, como se creía, sino que en realidad se encontraba en la República Dominicana, voluntariamente o no huida de su familia, y viviendo tan ricamente y en secreto con un importante y acaudalado personaje. Tras algunos meses de explotación hasta la saciedad de tan burdo montaje de supuesto "periodismo de investigación", finalmente ha quedado ya demostrado que todo no era más que una simple sucesión de mentiras y, ante la amenaza de las querellas correspondientes, tanto la protagonista principal del escándalo como la cadena que le da amparo y cobijo han rectificado, sin que ello haya representado ningún obstáculo para que ambos hayan seguido sacando un importante provecho económico con la explotación de su rectificación.

Traigo ahora este caso a colación como ejemplo paradigmático de lo que desde hace algún tiempo se está imponiendo como el principal eje vertebrador de los más importantes programas de televisión de nuestro país, entendiendo como tales aquellos que suelen alcanzar mayores índices de audiencia. La falsedad y la mentira campan por sus repetos tranquila e impunemente en estos espacios, en los que no sólo se traspasan ampliamente los más laxos conceptos del respeto a la intimidad y la dignidad de las personas, sino que se incurre sistemáticamente en el uso y abuso de la grosería y la zafiedad, siempre bajo el supuesto amparo del derecho a la libertad de expresión. Me parece que el contenido habitual de todos estos programas, que a causa precisamente de sus siempre muy elevados índices de audiencia ocupan gran parte de la programación televisiva de nuestro país, está creando en la opinión pública mayoritaria la percepción de que aquí todo vale y de que la mentira y la falsedad pueden ser utilizadas sin ningún tipo de escrúpulo moral para la obtención de pingües beneficios económicos.

La pérdida de referentes y valores éticos de amplio consenso social adquiere en este tipo de programas características realmente de escándalo. Más allá de la más absoluta falta de respeto al derecho que todas las personas tienen a su propia dignidad e intimidad, más allá del uso y abuso de la grosería y la zafiedad como norma de conducta habitual, e incluso más allá de algunos ejercicios mediáticos que se mueven entre la necrofilia y la necrofagia, para mí lo más grave y peligroso de este tipo de programas es que crean el caldo de cultivo que hace posible que todo tipo de falsedades y mentiras se instalen cómodamente en el conjunto de nuestra sociedad, sin provocar en ella el lógico y natural rechazo.

La institucionalización del uso de la mentira y la falsedad, su admisión como algo no reprobable, sin duda pervierte a cualquier grupo social. No es extraño que ello se produzca en un país como el nuestro, donde tenemos pruebas más que suficientes de la propensión descarada de algunos destacados dirigentes políticos a recurrir a la utilización de la mentira y la falsedad en sus propios discursos políticos.

A pesar de la muy contundente demostración de reprobación ciudadana de este tipo de conductas

que tuvo lugar en las elecciones generales del 14 de marzo de 2004 -y no sólo como enérgico rechazo al burdo y falaz montaje urdido por el Gobierno de José María Aznar sobre la tragedia del 11-M, si-

no también como condena de la larga sucesión de falsedades y mentiras previas que desde la dirección del PP acerca del caso de la catástrofe del Prestige, de la huelga general que se pretendió ocultar, de aquellas inexistentes armas de destrucción masiva con las que se pretendió excusar la invasión de Irak, del Yakolev trágicamente mortal que se quiso presentar como lo que no era y de aquellos restos humanos de sus pasajeros que no se sabe aún a quién correspondían... -, lo cierto es que la sociedad española parece haber quedado poco menos que inmunizada ante la trampa de la mentira.

A menudo se insiste, en especial desde las instancias políticas más diversas, pero también desde los más variados sectores sociales, en la gran importancia que tienen los contenidos de los programas informativos y de opinión y debate de todas las cadenas de televisión. Se trata de un error. Un error muy grave, ya que aquello que sin duda alguna siempre contribuye de forma mucho más decisiva a la conformación de la opinión pública son los contenidos del conjunto de la programación televisiva, y de modo muy especial los de los programas y espacios de mayor audiencia, sobre todo cuando aparentemente se trata de emisiones de puro y simple entretenimiento.

La proliferación abusiva de los programas y espacios supuestamente rosa o de cotilleo, reconvertidos en casi todos los casos al más escandaloso amarillismo, con su casi monopolio de los horarios de mayor audiencia de las grandes cadenas privadas y con su constante retroalimentación endogámica, constituye ya ahora un grave riesgo público. Porque son precisamente este tipo de programas y espacios los que destilan los mensajes que conforman no ya nuestra opinión pública, sino también la ideología y la moral dominantes en nuestra sociedad. Y esto implica, hoy y aquí, que la mentira y la falsedad de erigen como la ideología y la moral dominantes.

Jordi García-Soler es periodista.

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