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Columna
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Maldición

Seguramente hoy sólo la recuerdan los eruditos y los nostálgicos, pero hace unas décadas, bastaba mencionar la maldición de Tutankamón para meter miedo al más pintado. La historia es ésta: el 4 de noviembre de 1922, después de varios años de búsqueda infructuosa y contra la opinión generalizada, que dudaba de que hubiera algo por descubrir en el Valle de los Reyes, el arqueólogo inglés Howard Carter descubrió una tumba rebosante de objetos funerarios de valor incalculable, tanto por su interés histórico como por su belleza extraordinaria. El faraón, cuya momia estaba encerrada en un fabuloso sarcófago de oro, era Tutankamón, un insignificante monarca de la 18ª dinastía, hijo o hermano del impío Akenatón y tal vez sucesor de Nefertitis. Reinó hacia el año 1330 antes de Cristo y murió joven, en circunstancias misteriosas.

A la sensación causada en el mundo entero por este descubrimiento se unió el rumor de que en la tumba había inscrita una maldición para quien osara profanarla. Algunas muertes prematuras o accidentales en el equipo de egiptólogos sustanciaron la leyenda y dieron origen a infinidad de artículos sensacionalistas y a varias películas memorables en las que unas momias desnutridas, pero muy eficientes, sembraban el terror en el Londres de la niebla y los bobbies con capellina y silbato.

Luego, poco a poco, la leyenda se diluyó, las películas quedaron relegadas a las filmotecas y el tesoro de Tutankamón, sin perder un ápice de su belleza y su enigma, se convirtió en un objeto turístico de primer orden.

Hace poco, un sofisticado programa de ordenador, a partir de precisos análisis científicos, ha reconstruido la verdadera fisonomía de la momia. Gracias a esta reconstrucción hemos podido comprobar que el legendario faraón tenía una cara de tonto que no podía con ella.

En la década de 1920, una sociedad clasista, que se vestía de etiqueta para cenar en casa y creía en la realeza y en los fantasmas, vivía amenazada por la maldición de una tumba milenaria. Hoy sabemos que la tumba y las maravillas que encerraba eran sólo la máscara de un cretino imberbe. Sólo nos queda decidir si con esto hemos logrado disipar el maleficio de una vez por todas, o si al final la maldición de Tutankamón nos ha alcanzado a todos.

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