Un paso clarificador
Ni insultos, ni descalificaciones, ni exabruptos: la iniciativa del grupo de intelectuales que en las últimas semanas ha decidido promover entre nosotros un nuevo partido político vertebrado alrededor del antinacionalismo catalán, no provoca en este modesto articulista otra cosa que un sincero aplauso de bienvenida. De bienvenida, sí, porque -dicho sea sin asomo de ironía- me parece un paso altamente clarificador, higiénico y saludable. Que ya era hora, vamos.
Desde el punto de vista del contenido doctrinal, ni el manifiesto Por un nuevo partido político en Cataluña, ni las numerosas comparecencias de sus promotores en los medios de comunicación a partir del pasado 26 de mayo contienen ninguna novedad. Ninguna -quiero decir- con respecto a las ideas fuerza de los miles de piezas de opinión que los 15 primeros firmantes y algunos de los adeptos posteriores del manifiesto de marras llevan publicadas en la prensa catalana y española durante el último cuarto de siglo: un rechazo fóbico hacia cualquier simbología catalanista (lo mismo daba el conde Guifré que las ruinas del Born o el distintivo CAT en las matrículas de los coches...); la caricaturización sistemática del nacionalismo catalán como algo regresivo, totalitario, empobrecedor, mafioso y asfixiante; una ceguera y un mutismo selectivos ante las manifestaciones -no precisamente raras- del nacionalismo español de Estado; la invocación de una supuesta "Cataluña real" que gemiría, cautiva y sofocada bajo el oficialismo nacionalista; la hostilidad a todas las medidas de normalización lingüística del catalán adoptadas en dos décadas, desde la inmersión escolar hasta la ley de 1997; et sic de caeteris.
Sólo que, hasta ahora, tales tesis eran expresadas en artículos, tertulias o debates bajo la favorecedora apariencia de convicciones individuales y espontáneas, chispazos de un pensamiento libre e independiente, ajeno a cualquier interés o consigna de grupo. En cambio, quienes las replicábamos -tengo de ello cierta experiencia- éramos tildados al instante de opinadores "orgánicos", se nos acusaba de estar al servicio de una parcialidad, de escribir -al dictado, off course- en defensa de una sigla, por lo menos de una escudería ideológica. Pues bien, esa injusta asimetría ha terminado: desde este caluroso junio de 2005, sabemos ya que existe en Cataluña una organicidad anticatalanista, que una serie de personas muy activas en la generación de opinión comparten un nuevo proyecto político y, por ende, que sus análisis se hallan al servicio de tal proyecto. Del mismo modo que, ante el artículo firmado o la entrevista concedida por este dirigente del PSC o aquel responsable de Convergència, todo el mundo sabe ya a qué atenerse antes incluso de leerlos, de hoy en adelante los juicios políticos de tal filósofo o de tal otro ensayista firmantes del Manifiesto deberán ser leídos en clave de partido, de propaganda, de precampaña o campaña electoral. Esas son las reglas del juego: lo contrario sería querer estar a la vez en misa y repicando.
Por otra parte, la obligada metamorfosis de opinadores libres a paladines de un proyecto de intervención política está resultando también esclarecedora de ciertos talantes y de algunas actitudes. Así, en apenas cinco semanas, hemos visto a un director teatral presuntamente subversivo y ácrata sostener, a propósito de las reivindicaciones nacionalistas vascas o catalanas, que "sería importante que quienes plantean estos desafíos fueran conscientes de que los otros pueden sacar los tanques". Más comedido, un ilustre jurisconsulto ex comunista sólo ha evocado la aplicación de "los artículos 155 o 116 de la Constitución", siendo el primero el que regula la suspensión de una autonomía por parte del Gobierno central, y el segundo el que establece los estados de alarma, excepción y sitio. No está mal, para unos demócratas radicales de centro izquierda.
¿Qué apoyo social, y más adelante electoral, puede concitar la propuesta de los 15 intelectuales? De momento, ha entusiasmado a aquel millar largo de espíritus militantes que, desde hace tres lustros, se mueven alrededor de las plataformas Cadeca, Asociación por la Tolerancia, Profesores por el Bilingüismo, Convivencia Cívica Catalana, etcétera. Pero, consciente de que con tales huestes no se gana ni medio escaño, algún portavoz de la iniciativa anticatalanista empieza a lanzar sus redes hacia los votantes socialistas descontentos, los ex psuqueros quejosos e incluso los convergentes moderados. Aunque el tiempo juzgará la eficacia de tales requiebros, cuesta imaginar qué clase de convergentes pueden apuntarse a un partido que niega enfáticamente a Cataluña el rango de nación, o cuántos ex psuqueros suscribirán la tesis de que "lenguas y naciones no deben tener ningún derecho", o cuáles son los socialistas dispuestos a hacer suya la frase de otro impulsor del Manifiesto: "Me importa un comino si los archivos [de Salamanca] vuelven o no vuelven". Para seducir al grueso de tales segmentos socioelectorales se precisaría un discurso más tibio, más matizado, más sutil, más centrista, y la tremebunda irrupción de los 15 intelectuales invita a todo lo contrario: a la surenchère españolista; en la presentación pública del pasado día 21 ya circularon unos adhesivos con el texto siguiente: "Alto a la campaña de escarnio y marginación contra la lengua y cultura española del catalanismo y sus palmeros". Ahora coja usted la realidad de la lengua y la cultura españolas en Cataluña, compárela con tales consignas, y vaya luego a pescar votantes moderados.
Aunque nada sería más útil que poder evaluar su fuerza en un escrutinio electoral, lo cierto es que el nuevo partido de los 15 intelectuales no lo va a tener fácil. Tan es así, que todavía me queda la duda de si lo que promueven es de veras un partido o una operación de chantaje político.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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