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Columna
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Ataque nocturno

Si vemos una vaca en mitad del campo, no es normal que pensemos en comérnosla, porque una vaca sólo puede despertarnos el apetito en situación de descuartizamiento, ya sea bajo apariencia de chuleta, de entrecot o de pinchito moruno. La vaca, como tal, no resulta, en fin, apetecible, y hasta puede llegar a extrañarnos un poco el hecho de que nos comamos a ese animal meditabundo que pasta por los prados moviendo la boca como si mascase chicle en vez de yerba. Vemos una vaca y no se nos despierta ningún tipo de instinto asesino, digamos, por mucho que nos guste organizar barbacoas: una cosa es la vaca como cosa en sí y otra muy distinta lo que da de sí la vaca cuando pasa por un matadero y se exhibe en el mostrador refrigerado de una carnicería, cuando ya la vaca no es propiamente una vaca, porque ahí sale a escena nuestra capacidad de abstracción: vemos un trozo sanguinolento de carne y lo imaginamos humeante en un plato, en su punto, con su guarnición aleatoria. Porque la vaca ha dejado de existir, ya digo, como categoría kantiana (es decir, como concepto puro del entendimiento) para entrar de lleno en el ámbito de la gastronomía, que hoy por hoy aspira a convertirse en una modalidad hedonista de la metafísica.

Ahora bien, si vemos un mosquito, nos sale de inmediato el aniquilador que llevamos dentro. No comemos mosquitos, por supuesto, pero estamos convencidos de que los mosquitos están deseosos de devorarnos, así sea en pequeñas dosis, porque ellos son unos vampiros liliputienses, dráculas en miniatura, pequeños chupasangres de las tinieblas veraniegas, y les tenemos la guerra declarada. Apagamos la luz y oímos de pronto un zumbido amenazante, algo así como el vuelo de un pequeño reactor japonés, y de repente nos sentimos como Pearl Harbour, como quien dice, aterrados ante ese ataque traicionero, nocturno y alevoso, de modo que encendemos la luz, pero el mosquito se ha esfumado, ya que su técnica militar consiste en evitar el cuerpo a cuerpo. "¿Dónde se habrá metido?" Un resorte de optimismo insensato nos sugiere que se ha batido en retirada, intimidado ante la envergadura del contrincante, de modo que apagamos la luz. Pero el mosquito, como es lógico, ataca de nuevo, y de nuevo encendemos la luz, y de nuevo el mosquito desaparece como por arte de prestidigitación, y de nuevo apagamos la luz, y de nuevo nos ronda el mosquito, y encendemos la luz por tercera vez, y por tercera vez el mosquito se eclipsa, y ya empezamos a maldecir a los progenitores del mosquito, porque el sueño nos vence, y comprendemos que eso forma parte de su estrategia bélica: destruirnos psicológicamente, desmoralizarnos. Así que apagamos la luz y decimos: "Que sea lo que Dios quiera", y nos dormimos oyendo el zumbar de ese enemigo pequeño que demuestra como ningún otro que no hay enemigo pequeño. Y, a la mañana siguiente, tenemos en el cuerpo la huella enrojecida de su ataque, nuestra herida de guerra, la señal humillante de una escaramuza en la que nos dimos por vencido de antemano, porque los mosquitos parece que han estudiado en West Point.

Y las vacas, mientras tanto, ajenas al terror de la cadena alimenticia.

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