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Columna
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'Déjà vu'

De unas Torres Gemelas para acá, ciertos movimientos diplomáticos se suceden con la regularidad y la previsibilidad de un metrónomo. El presidente electo iraní, Mahmud Ahmadineyad, descarta en su primera rueda de prensa cualquier posibilidad de mejorar relaciones con Estados Unidos; previamente, el secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, daba por sentado que Ahmadineyad no representaba nada en su país, pese a sus 17 millones de votos, un porcentaje mayor que el del presidente Bush en 2004; y el ministro de Exteriores israelí, Silvan Shalom, pedía antes, durante y después de las elecciones la intervención internacional para impedir que Irán se dotara de armas nucleares.

Al tiempo, Corea del Norte anunciaba en cámara lenta -un poco cada vez- su voluntad de reanudar el programa de fabricación de la bomba, y el hecho de que lo hiciera para que la sobornaran generosamente si renunciaba a ello, no restaba precipitada acrobacia a la actitud; Washington, por su parte, ocultaba cuidadosamente cuánto está dispuesto a pagar por ese desmantelamiento y, sobre todo, se negaba a firmar ningún papel garantizando que no atacaría al régimen de Pyongyang hasta derrocarlo, como hizo con el de Bagdad.

El guión inicialmente redactado en la Casa Blanca, con motivo del atentado de septiembre de 2001, se cumple al pie de la letra, porque nadie -como es el caso de Bush- decreta que el Eje del Mal lo integran Corea del Norte e Irán para luego esperar que esos países se comporten como Reino Unido. Y con ello, la estrepitosa victoria del radical islamista, ex alcalde de Teherán, sobre el moderado oficial, Hashemí Rafsanyani, lo que hace es confortar el unilateralismo de Washington. El presidente norteamericano, el que dijo que "odiaba" al líder norcoreano Kim Jong Il y que, si no es posible de forma pacífica, impedirá como sea que Teherán se nuclearice, ha resultado el otro vencedor de las elecciones iraníes.

El nuevo presidente, de 49 años, parece esculpido aposta para que nadie dude de que hay un fin inexorable en puertas. Ahmadineyad participó como estudiante en cólera en la ocupación de la Embajada norteamericana en Teherán en 1979; fue voluntario en la guerra contra Irak en 1980, y combatió en una de las unidades de élite de la Guardia Revolucionaria; tras la guerra se integró en la milicia islámica Basji; su web se denomina mardomyar, que quiere decir amigo del pueblo; y como alcalde, cargo al que accedió en 2003 con una afluencia a las urnas del 12%, se ha distinguido por mudar centros culturales en oratorios, prohibir reproducciones publicitarias de David Beckham, cerrar restaurantes de comida-basura -¿es también eso condenable?-, obligar a los empleados varones a llevar barba y a todos, manga larga. El presidente saliente, el reformista Mohamed Jatamí, lo detestaba por lo que le parecían desafueros populistas.

¿Pero hasta qué punto es grave para el mundo un presidente así? Relativamente, porque el verdadero poder reside en Ali Jamenei, el guía espiritual que sucedió a Jomeini hace 17 años, y éste no precisa que le exciten contra la intoxicación occidental; más bien, la victoria de Ahmadineyad sería una nueva oportunidad para que la línea dura del régimen demostrara de qué es capaz ahora que ya lo controla todo, tras el fiasco del segundo mandato de Jatamí. El pluralismo, que pareció ampliarse bajo el anterior jefe del Estado, se reduce hoy a modestos límites, después de que el Consejo de Guardianes pusiera virtualmente al reformismo fuera de la ley.

¿Por qué, entonces, 29 de los 47 millones de iraníes que forman el cuerpo electoral han votado, y de ellos 17, por el síndico? Todo apunta a que se han decantado por alguien que habla su mismo lenguaje -igual que Bush frente al aristocrático Kerry-; por quien se ha armado de un mensaje de lucha contra la corrupción -como el norteamericano contra la burocracia-; y por el nacionalista que mejor puede garantizar el desarrollo del programa nuclear, quizá pacífico, de lo que también sabe mucho cualquier presidente de EE UU.

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Así, dos fundamentalismos, uno democrático y el otro en recesión de pluralismo, se miran cejijuntos. La situación comienza a parecerse al pasado forcejeo entre Washington y la ONU sobre cómo impedir que Irak usara unas armas de destrucción masiva de las que, a la postre, resultó que carecía, y acabó con la guerra que todos conocemos. ¿Tiene la Unión Europea otro guión para ese mecanismo intransitable?

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