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Columna
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Iglesia

El paisaje desértico que rodea el Mar Muerto, al sur de Jericó, es monótono y terrible. Ese mar de asfalto está rodeado por acantilados de piedra pómez de cuatrocientos metros de altura, que no sugieren rostros de dioses ni de hombres. Tenía razón Edmund Wilson, que conocía bien Palestina, cuando dijo que nada fuera del monoteísmo pudo haber salido de allí. A pocos kilómetros, en lo alto de las montañas se alza, lívida, Jerusalén, cuna del judaísmo, del cristianismo y ciudad sagrada del islam que hoy sobrevive como puede a la herencia envenenada de las tres religiones verdaderas.

Hace más de dos mil años andaba por aquellos parajes un Nazareno con el don de la palabra predicando el amor al prójimo. No era ningún doctor de la iglesia, sino un hombre como todos, nacido conforme a la carne, engendrado por un carpintero de Galilea y parido por una adolescente judía que dejó de ser virgen, a más tardar, el día que lo concibió. Tampoco tenía el rostro de príncipe que reprodujeron los pintores renacentistas; más bien debía de mostrar el sembante de los que juraban en arameo que era el idioma de los pobres de Israel, la lengua de los pescadores y de los alfareros. Según el testimonio de sus más leales apóstoles era un tipo noble, a veces confuso, que estaba en contra de la propiedad privada y que ideó una doctrina libertaria contra el orden del Imperio y contra la ortodoxia judaísta. Acabó, como era de suponer, crucificado.

Su muerte desencadenó una gran tempestad sobre el Gólgota, pero este hecho no fue el principio de ninguna apoteosis revolucionaria, sino sólo el germen de una Iglesia que transformó su sacrificio en una especie de banquete ritual que perdura gracias a bautizos, bodas y entierros. Esta institución cada vez más poderosa sustituyó los harapos de los pobres por ropajes de púrpura y oro; desde el poder se dedicó sistemáticamente a fomentar la supersitición; sus ministros en nombre de Dios condenaron la geometría y el invento del telescopio; reprobaron la doctrina de Galileo; ignoraron las leyes del Universo y la armonía de las Matemáticas; en la plaza dei Fiori de Roma quemaron vivo a Giordano Bruno por haber afirmado que la tierra ya estaba en el cielo, puesto que giraba alrededor del sol; durante la Contrarreforma la Iglesia Católica convirtió a Europa en un infierno asolado por las guerras de religión y a lo largo de muchos siglos le negó a la mujer el atributo del alma. Todavía hoy le aconseja que acepte con resignación cristiana los malos tratos como una prueba de amor a Dios. Esta Iglesia ha bendecido golpes de estado, ha tomado partido a favor de los poderosos y se ha manifestado siempre contra los más elementales derechos civiles como la ley del divorcio, la despenalización del adulterio o la legalización de los anticonceptivos. Ahora, en pleno siglo XXI, los obispos anuncia otra vez el apocalípsis ante un proyecto de ley que amplía las garantias legales del matrimonio civil -no del católico, ni del judío, ni del protestante, sino sólo civil- a personas del mismo sexo.

Cualquiera puede imaginarse al profeta de Galilea dudando de su propia existencia ante el retrato intimidatorio de sus cardenales; en cambio se le puede suponer muy divertido asistiendo a la manifestación por el orgullo gay de esta tarde en Valencia donde un muchacho con labios de fresa podría cantarle al oído aquello de: dame un beso corazón, que yo sí que tengo un dios abrazado a mi cintura.

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