Exterminio
Esta semana, un representante de Etxerat, la asociación de familiares de presos vascos, calificaba públicamente la política gubernativa de dispersión penitenciaria como "exterminadora". A mí el adjetivo me sonó demasiado fuerte, de modo que acudí al diccionario. Exterminar, en castellano, quiere decir "acabar por completo con algo" y exterminio es "la destrucción o desaparición total de algo". El portavoz de los familiares de los presos había utilizado un adjetivo claramente aberrante, quizás pensando que de ese modo daba a su causa mayor fuerza moral. Está claro que, si conocía el significado de la palabra exterminio, su expresión era políticamente perversa, en la peor tradición del propagandista Goebbels, pero si lo desconocía la conclusión es aún peor: demostraba la inmensa capacidad de la ignorancia para falsear la realidad.
Uno puede estar, como el que escribe, en contra de la política de dispersión. Uno puede lamentar, como el que escribe, los largos viajes que deben emprender algunas madres, encadenadas a las penas de sus hijos por una pena aún más tremenda. Pero demandar un cambio de esa política, por muy impetuosamente que se haga, no requiere deformar la realidad ni hacerla más tremebunda. De los campos nazis sí que puede decirse, cumplidamente, que eran campos de exterminio, porque allí se aspiraba a la liquidación total. De hecho, la mecánica industrial de los campos se explicaba por su carácter sistemático y masivo, dirigido, esta vez sí, al exterminio. La muerte del familiar de un preso es un hecho terrible, pero eso no convierte una política carcelaria en exterminadora: de haberlo sido verdaderamente, al menos con los presos, los viajes de sus familiares habrían acabado hace ya tiempo.
En política, estamos demasiado acostumbrados a las hipérboles absurdas. Hubo un tiempo en que para el marxismo todos los que no humillaran la testuz ante sus postulados eran irremediablemente fascistas. Lo cierto es que hoy el término fascista sigue manteniendo una fuerza inigualable a la hora de insultar. Los marxistas, al condenar los movimientos nacionalrrevolucionarios del primer tercio del siglo XX, preferían recurrir al término fascismo porque "nacionalsocialismo" les ponía en aprietos conceptuales: realmente, Hitler nunca renegó de una versión degenerada de socialismo, circunscrito a una raza y a una nación. Puede aducirse que la interpretación que del socialismo hacía Hitler era completamente errónea, pero supongo que para dictaminar cuál es la verdadera habría que designar primero a un infalible papa de la doctrina, porque no parece adecuado, en otro caso, pensar en Stalin como un intérprete más leal. La obstinación del marxismo por generalizar el término fascista no hizo más que prolongar la confusión: al final, todos los regímenes de derecha autoritaria pasaron a denominarse fascistas, cosa del todo inexacta desde el punto de vista de la ciencia política.
Mucha gente califica aún de fascista al Estado de Franco cuando en el régimen del nefasto gallego sólo los falangistas, sector minoritario, profesaban un auténtico fascismo. Llamar fascista a un régimen entre bananero y preindustrial, lleno de espadones decimonónicos y de no menos decimonónicas milicias tradicionalistas, tenía y tiene muy poco rigor. Y es que las ironías de la historia llegan incluso más lejos: creemos que llamando fascista a un dictador con uniforme lo hacemos aún más malo de lo que era. Pero para ese viaje no eran necesarias tales alforjas: aun sin contar los muertos de la guerra civil, Franco asesinó a mucha más gente que Mussolini, de modo que llamarle fascista no añade nada a su maldad ni empeora el juicio de la historia. Por eso mismo, calificar como exterminadora una política que puede ser criticable por muchos motivos, pero que desde luego ni extermina ni aspira a exterminar, es una frivolidad lingüística y una peligrosa deriva conceptual. Porque la lengua, al fin y al cabo, también es un hecho político y moral, y, sobre todo, nuestra mejor herramienta para representar e interpretar la realidad. Otra buena razón, por si faltaban, para que en las escuelas se siga enseñando a poner bien los acentos.
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