El que vio lo más hondo
Cuando el poeta al que ahora podemos recordar con el nombre de Sîn-leqi-unninni, compuso la 'Epopeya babilónica clásica' del Poema de Gilgamesh, esa que empieza con la estupenda frase "el que vio lo más hondo", hacia el siglo XII antes de Cristo, el mito protagonizado por este heroico rey de Uruk se había contado ya durante mil años. Las primeras baladas sumerias sobre este extraordinario rey de Uruk se fechan hacia el siglo XXI antes de Cristo, y al siglo XVIII remontan los primeros episodios redactados en acadio. La epopeya clásica nos ha llegado en su "recensión ninivita", edición asiria en la biblioteca de Asurbánipal, del siglo VIII o VII, que añade al texto original de Sîn-leqi-unninni, en once tablillas, una duodécima, algo posterior. Esa tardía tablilla XII, que relata un segundo viaje al mundo de los muertos, cierra así el estremecedor relato de las gestas del gran héroe sumerio, intrépido viajero al más allá. Figura ya en las posteriores copias babilónicas del poema y constituye un espléndido colofón que subraya de nuevo los tonos trágicos del mismo. Como escribe Sanmartín: "La epopeya babilónica clásica de Gilgamesh es fruto de la visión personal de un autor de finales el II milenio antes de nuestra era que vivía intensamente las preocupaciones de su tiempo. Para montar su poema -porque de un montaje se trata-, recurrió sin prejuicios a materiales más antiguos que él conocía por su actividad de escriba. Su mérito fue que, al reescribir la historia de Gilgamesh, un personaje ya por entonces mítico, escribió la historia de un prototipo humano. El marco narrativo que abraza el relato -un grandioso panorama de Uruk y sus murallas en el comienzo y el final del poema- subraya la inutilidad de los esfuerzos por escapar a lo más íntimo de la condición humana".
EPOPEYA DE GILGAMESH, REY DE URUK
Edición y traducción
de Joaquín Sanmartín
Trotta. Madrid, 2005
427 páginas. 20 euros
La antigua literatura mesopotámica ya había producido otros espléndidos relatos mitológicos, teogonías e incluso viajes al mundo infernal, sin embargo, ningún texto épico con una fuerza trágica comparable al poema de Gilgamesh. Sus episodios tienen un memorable fulgor dramático: el encuentro con el bravo Enkidu, civilizado en el encuentro con la prostituta, unido para siempre en íntima amistad con el héroe, la marcha de ambos al bosque de los cedros para matar al gigante Humbaba, el rechazo de la oferta sexual de la diosa Ishtar, la posterior lucha con el Toro Celeste, la muerte fatídica de Enkidu y el amargo llanto de Gilgamesh, su viaje en búsqueda de la inmortalidad, terrible aventura de extraños encuentros, con la tabernera Siduri, el barquero Ursanabi, y finalmente, con el sabio Utnapisti, el único superviviente del Diluvio, ahora inmortal, que le ofrece la flor de la juventud, preciosa planta que, en el camino de vuelta, mientras Gilgamesh se baña, devora una serpiente. La tablilla XII, con su último diálogo de Gilgamesh y Enkidu sobre el subterráneo mundo de los muertos, remacha el tono lúgubre. (Episodio añadido, pero de antiguo origen sumerio). A lo largo de la trama vemos cómo evoluciona el carácter del héroe. El arrogante rey del comienzo experimenta las alegrías de la amistad y los triunfos en las contiendas con los monstruos codo a codo con Enkidu, pero luego la muerte de su amigo le llena de amargura y desesperación. En vano emprende su arduo viaje al Otro Mundo. Todos sus esfuerzos concluyen en fracaso. Desolado, consciente del ineludible y efímero destino humano, Gilgamesh vuelve a su ciudad y sus deberes regios. La visión que el poema nos da de los dioses celestes y luego del Otro Mundo en la tablilla XII es de una impactante tristeza.
Para su traducción, directa y
de una fidelidad admirable, y con notas tan precisas como abundantes, Joaquín Sanmartín ha seguido la reciente edición crítica del texto acadio por A. R. George (Oxford, 2003), que supone una notable ampliación del número de fragmentos recogidos, aquí nada menos que 184, sobre la anterior de Thompson (de 1930). Si bien ya teníamos otras buenas versiones castellanas, como la de Agustí Bartra (Plaza & Janés, 1972) y la de Federico Lara (Editora Nacional, 1980 y 1984), ésta marca, por su rigor filológico y su esmerada edición, así como por su introducción y notas, un hito indiscutible. Esta versión recoge todos los tonos y matices del lenguaje antiguo, nos informa bien de su estructura, intenta recobrar algo de su disposición rítmica, y nos acerca admirablemente al denso aroma poético del arcaico texto babilónico. Si, como dijo el poeta Rilke, el encuentro con Gilgamesh es "una experiencia sobrecogedora", esa lectura resulta mucho más densa y enriquecedora cuando puede hacerse con un texto tan fielmente presentado como éste.
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