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CENTENARIO DE SARTRE
Columna
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Francia no sabe qué hacer con Sartre

HASTA MEDIADOS de agosto es posible visitar, en París, en la Bibliothèque Nationale de France (BNF), una exposición monográfica dedicada a Sartre. Todo está ahí: la incontinencia grafómana, su voluntad de crear un sistema filosófico, sus obras de teatro, algunos de sus guiones convertidos en película, todos sus manuscritos, la música que le gustaba, los libros -Heidegger y Dos Passos, Husserl y Faulkner- que le afectaron, las mujeres a las que amó, las drogas que le consumieron, la política que le desvió de su destino, las fotografías de sus familiares y amigos, los documentos sobre su "compromiso" intelectual y político.

La exposición de la BNF es espléndida, un sabio equilibrio entre el mito y la realidad, entre las obras que le sobreviven y la contingencia estricta del momento. Es verdad que Sartre se equivocó en todo o en casi todo, es decir, se equivocó en todo lo que era espuma de los hechos: en la capacidad mortífera del estalinismo, en el ensimismamiento criminal de las colonias recién liberadas, en las fronteras insuperables del marxismo. Stalin mató más de lo que sus detractores imaginaban, las antiguas colonias se han transformado en cárceles que necesitan de sus antiguos vigilantes para volver a ser humanas y el marxismo es hoy una antigualla a la que no se refieren ni tan sólo quienes aún no han aprendido a pensar sin tener la lucha de clases como motor de la Historia.

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Sartre ha sido el intelectual por excelencia, el hombre capaz de pensarlo todo, de saber de todo, de tener una opinión sobre todo. Claro, era un heredero de Zola y el escándalo Dreyfuss, de las imprecaciones de Victor Hugo, de las soflamas pacifistas o del sueño europeísta. Fue "compañero de viaje" y denunció a los "compañeros de viaje", es el padre del existencialismo pero detestaba a los existencialistas, se enamoró del cine pero nunca quiso que los otros adaptasen sus obras al cine, era un admirador de Boris Vian pero se acostaba con su esposa, nunca creyó que existiese un país que representase mejor el futuro que Estados Unidos, pero renunció a viajar a Estados Unidos por razones políticas. Sartre es demasiado rico y contradictorio como para dejar que sus errores flagrantes devoren sus aciertos discretos.

Sartre quiso que su obra tuviese la coherencia de un sistema, hizo vivir a sus personajes de ficción los dilemas filosóficos que animaban su reflexión teórica. Pasó una gran parte de su vida renegando de su maestría literaria pero en Las palabras (1963) ésa es deslumbrante. Como escritor es excelente, aunque Cioran le reprochase "la falta de emoción lógica a tanta inteligencia". Que se pelease, en 1952 y en un acto de mala fe jesuítica, con Albert Camus no prueba nada a favor del uno o del otro excepto que quizá Camus podía ser más honesto consigo mismo. Bizco, feo y seductor, drogado, alcohólico y pontificante, Sartre fue imprescindible para un mundo que aún quería mirarse al espejo. Él, como el personaje de Las manos sucias (1948), asumió esa enorme responsabilidad. De ahí que no se espantase ante tanta fealdad, de ahí también que jugase con ella para llevarse a la cama a mujeres muy atractivas.

Algunos textos olvidados o jamás publicados de Sartre han resucitado a socaire del centenario. Se trata, por ejemplo, de La Transcendence de l'ego (1934), reagrupada junto con otros textos de inspiración fenome-nológica por Vincent de Coorebyter en un volumen para la editorial Vrin. En La Pléiade de Gallimard es posible encontrar ahora el Teatro completo del filósofo anotado por Michel Contat; el catálogo de la exposición de la BNF , no sólo contiene textos de gente muy estimable sino también un par de inéditos del propio Sartre, así como una excelente y bien trabajada información gráfica. La biógrafa Annie Cohen-Solal, para Gallimard, ha escrito un texto de divulgación claro y bien documentado; Contat ha hecho lo mismo pero en una versión más lujosa para Textuel y bajo el título Sartre, l'invention de la liberté. Algunos autores explotan la correspondencia entre Sartre y Lacan -¿por qué es el único personaje borroso de la mítica foto de Brassai sobre Le decir atrapé para la queue?-, otros, el hecho de que naciera el mismo año que Raymond Aron, unos terceros explotan sus últimos años izquierdistas para llevarlos al agua del sionismo -La cérémonie de la naissance, de Benny Levy en Verdier-, mientras que la revista Descartes propone un combate lógico entre dos gigantes: Sartre contre Sartre. Bernard Lefort cree interpretar al pie de la letra el derecho eterno del hombre a rebelarse en Sartre, réveille-toi, ils sont devenus mous en un ensayo de fácil acceso y aún más fácil olvido escrito para Ramsay.

En líneas generales puede decirse que Francia intenta resucitar a Sartre pero no sabe muy bien qué hacer con él. La anécdota misma de que en el cartel de la exposición de la BNF se haya impuesto la necesidad de borrar de la foto el cigarrillo que el filósofo tenía entre los dedos es materia para la reflexión. Comunista, fumador, bebedor, adicto al Corydane, Sartre es irrepetible. Nadie se atreve a hacérselo suyo, ningún partido ni bando le quiere porque el tipo y su obra son mucho más ricos que nuestro actual pensamiento débil y consensual, y el uno y la otra están atravesados por más contradicciones de las que ningún heredero es capaz de asumir.

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