Diguem no!
Hay que reconocer que, a menudo, los actores y gestores más apasionados de eso que alguien llama "la cultura del no" pertenecen a un sector nostálgico y pesimista de la izquierda política o sentimental. Parece una contradicción que ese sector aplique casi sistemáticamente el no al simple anuncio de las innovaciones que parecen demasiado chillonas. Son protestas contra un aparente progreso: contra una nueva línea de ferrocarril o una cárcel moderna, contra la demolición de los deplorables restos de una arqueología industrial o la modernización y resituación de redes viarias y otros servicios colectivos. Esa actitud se puede explicar por la habitual recaída conservadora de cualquier multitud desarticulada, no espoleada por necesidades inmediatas, no liderada estratégicamente con perspectivas más trascendentales y asustada por la larga experiencia de fracasos en los que la simple especulación territorial o las recónditas manipulaciones económicas de alto nivel se han presentado hipócritamente como gestos evidentes de progreso.
Sería bueno que esta izquierda contestataria -o esos agentes que la mueven desde diversos prejuicios intelectuales legítimos y apreciables- tuviese opiniones colectivas más constructivas y no tan negativas. Pero hay que aceptar que, después de la experiencia de dos siglos de batallas, esa izquierda está convencida de que en las dictaduras maquilladas y en las democracias demasiado cuirassades -como las llama Héctor López Bofill- el arma revolucionaria todavía más segura es el no, incluso el no indiscriminado: un no dirigido "a esos sistemas políticos en cuyo seno cohabitan el elitismo y el populismo, en los que subsiste el sufragio universal, pero en los cuales las élites de derechas y de izquierdas coinciden en impedir cualquier reorientación de la política económica que conduzca a reducir la desigualdad" (E. Todd, citado por Héctor López Bofill en La democràcia cuirassada. L'Esfera dels Llibres. 2005, un libro útil para comprender que, a menudo, una democracia aparentemente demasiado militante, para defenderse de los ataques externos puede automutilarse gravemente hasta llegar al escándalo de la ilegalización de partidos políticos bajo la acusación de marginalidad democrática, como ha pasado en España). Ya lo proclamaba el genio de Raimon en los años negros del franquismo: Diguem no! era una negación global, un no a todo lo que provenía de las clases dominantes, sin necesidad de calibrar su especificidad. Es decir, el no desde la izquierda -desde las proclamas de igualdad, libertad, justicia- se justifica estratégicamente más allá del objetivo inmediato. Por esto parecen incluso justificados indirectamente los errores de esos ciudadanos que se oponen, por ejemplo, en Cataluña al derribo de Can Ricart, al establecimiento de nuevas cárceles y nuevos vertederos, al trazado del tren de alta velocidad o al paso de una nueva línea eléctrica a través de un bosque. Se equivocan en oponerse a todo ello, arrastrados a menudo por referencias demasiado personales, pero logran repercutir la contestación hasta términos más generales y advertir así de que, detrás de la justificación colectiva, pueden esconderse -o pueden añadirse- otros intereses, a los que hay que oponer la alerta de la revolución. El no se convierte, si no en un acierto concreto, en una llamada revolucionaria y una exigencia de transparencia democrática, en el inicio y en el proceso de las decisiones políticas sobre los grandes asuntos.
Ninguna de estas justificaciones es válida cuando la cultura del no la practica un grupo social sin ideología contrastable, sin excusas revolucionarias, aplicada a la defensa no ya de una política conservadora, sino de una imposición reaccionaria antidemocrática, aunque presentada con maquillaje instrumental. En poco más de una semana, la extrema derecha del PP ha convocado o va a convocar -en plena campaña electoral de Galicia- tres manifestaciones en favor de tres noes escandalosos: un no al diálogo, apoyado irrespetuosamente en la escenografía de las víctimas del terrorismo; otro no a los principios de igualdad y libertad, contra los matrimonios homosexuales, y otro no a la recuperación de la justicia y la convivencia para evitar la devolución a Cataluña de los papeles de Salamanca y mantener todavía vivo el derecho de conquista de las tropas de Franco. El que la Iglesia católica -o sus autoridades más vistosas- haya apoyado apasionadamente por lo menos una de estas manifestaciones, acredita ya cuáles son las bases reaccionarias de todo ello y cuál es el camino de su utilización política. Si realmente el PP ganase las elecciones en Galicia gracias a -o a pesar de- estos aspavientos públicos de los militantes peperos y de tantos católicos de guardarropía, habría que reconocer grandes defectos en el llamado sistema democrático. Sería grave que ganara un no al diálogo, un no a la igualdad y la libertad y un no a la justicia, a la convivencia y a la superación de la Guerra Civil. Tres principios que en la democracia hay que defender antes de discutir diferencias políticas o programáticas. ¿O es que no nos hemos enterado todavía de que los principios democráticos -republicanos- obligan igualmente a todos los partidos y que éstos, para concurrir a las elecciones, tendrían que comprometerse en todos ellos, desde la igualdad hasta la libertad individual y colectiva, desde el laicismo hasta los derechos humanos, desde la independencia de la justicia hasta la solidaridad, el diálogo y la tolerancia?
Oriol Bohigas es arquitecto
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